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208 ALEJANDRO VILLALMONTE El prof. Sayés reconoce la necesidad de aplicar la nueva hermenéutica a los textos de Trento. Recoge algunos de los principios, los más obvios y benignos, de la criteriología teológica actual (p. 162-173). Pero, al entrar en materia, parece que les quita mordiente y que todo queda en un mero relatar, en mención erudita. Porque a continuación, tales normas son deja­ das en el umbral y no se les permite entrar en el interior del comentario para reanimarlo por dentro. Sólo así se explica la rígida, inmatizada, maci­ za conclusión de la p. 205: «En este sentido define (Trento) que el pecado de Adán fu e un hecho histórico que tuvo como consecuencia para él la pérdi­ da del estado de justicia y de santidad en el que de hecho había sido constitui­ do. A todos los hombres se nos han trasmitido no sólo las penas, sino un verdadero y propio pecado que es muerte del alma y que está en cada uno de nosotros como propio. Este pecado se trasmite por propagación y no por imitación, se perdona sólo por los méritos de Cristo, que se conceden en el bautismo tanto para adultos como para niños». Subrayo el texto por la im­ portancia que tiene dentro de toda la problemática actual, pero también por la falta total de matizaciones y por el desconocimiento de la jerarquía de afirmaciones tan obvia en los cánones de Trento. ¿Es que cada una de las proposiciones anteriores es de fe?, ¿en qué sentido, a qué nivel? Nada se aclara. El texto acotado suena a repetición fácil, lista, rutinaria y hasta tautológica de lo relatado en páginas anteriores. Es como si, tras largo platicar sobre el tema, se terminase por recalcarnos: Trento dijo lo que dijo. ¿Para qué hacerse más preguntas?, ¿no basta con repetir, condensa- das, sus propias fórmulas? Por mi parte, ya con anterioridad había estudiado el tema Trento —pe­ cado original—, con cierta detención (cfr. nota 6). Me permito resumir, en cuatro palabras, mi opinión al respecto. —Trento no quiso dar una definición dogmática, en sentido técnico, a favor de la doctrina del pecado original; no quiso interponer a favor de ella el llamado carisma de la infalibilidad. Si basándose en Trento, alguien quisiere calificar tal doctrina de «dogma, definición dogmática, doctrina de fe» al más alto nivel, cometería un ostensible anacronismo histórico. —Trento impone bajo pena de anatema, de excomunión y expulsión de la Igle­ sia al que niegue, pertinaz, la doctrina del pecado original. Se trata de un precep­ to doctrinal eclesiástico, gravemente obligatorio, en la medida en que —en aque­ lla circunstancia histórica concreta— se juzgó camino mejor y hasta único, para mantener claro el dogma basilar cristiano de la Redención de Cristo, seriamente amenazado por protestantes y tendencias pelagianizantes residuales. —La enseñanza sobre el pecado original tiene en Trento el rango de doctrina auxiliar, subsidiaria, coyuntural y ancilar en orden a defender la sobreabundan­ cia de la acción salvadora de Cristo. Por eso, creo aplicable a la exégesis de los

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