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188 GERMAN ZAMORA SANCHEZ matizan o retocan. Además, y sobre todo, los completan con el relato de su vida entre los capuchinos. Los escritos de esos cronistas, que son principalmente, Bernardino de Colpetrazzo, Mario de Mercato Saraceno, Matías de Saló y Pablo de Folig- no —nada diremos del analista Zacarías Boverio— han sido publicados críticamente en nuestro tiempo por Melchor de Pobladura. Pertenecen los tres primeros al pleno siglo XVI y el cuarto vive a caballo de ese siglo y del siguiente. Entre los nuevos matices que hallamos en ellos, recordemos éstos: el motivo de que ni en Aniago y ni El Abrojo admiteran a Zuazo fue más sus pocos años que su juventud presuntamente «regalada»; en el convento de San Francisco de Valladolid lo admitieron por recomendación de los reco­ letos de El Abrojo; a este centro volvió más tarde y allí permaneció unos cinco años. Buscando siempre una vida de pobreza más estrecha, se pasó a las provincias «descalzas» de San Gabriel (Extremadura) y la Piedad (Portugal). Ese mismo afán le impulsó a pasar a Italia y probar fortuna entre los capuchinos, inexistentes en el resto de Europa por prohibición papal a ruegos de Carlos V. Ocurría esto hacia 1540. Entre ellos Zuazo llamó pronto la atención no sólo por esa búsqueda denodada de una vida de auténtica pobreza franciscana, sino por su espíritu contemplativo, conti­ nua entrega a la oración y deseo del martirio. Residió en diversos conventos y eremitorios, como los de San Efrén, de Nápoles, Macerata, Fossombrone y, sobre todo, Montepulciano. Tal era su renombre de virtud que lo conocían con el homónimo de «el santo español». Uno de esos cronistas, su coetáneo, lo describe así: «Yo he conocido muy bien a este buen Padre y he hablado con él muchas veces en nuestro convento de Macerata en Las Marcas. Y durante muchos días que estuvo allí observé la santa vida que llevaba, que era en verdad la de un santo anacoreta. Pues no se dejaba ver en todo el día, sólo se reunía con los demás a maitines, decía temprano su misa, que celebraba a diario y, con­ cluida, ponía en una espuerta un poco de pan, bebía un sorbo de agua y se iba a su oratorio en el bosque, y allí, sin dejarse ver, permanecía todo el día en oración. De madrugada, a las dos, cuando ya todos los frailes esta­ ban retirados, se venía a su habitación para conceder a la naturaleza lo poco que ella le pedía»4. En vista de su vocación decididamente contemplativa los superiores le dispensaban de los actos de comunidad. 4. Mario a M ercato Saracen o, Relationes de origine Ordinis Minorum Capuccinorum. In lucem editae a P. Melchiore a Pobladura. Assisi 1/937, 457s.

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