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44 ISABEL LOPEZ RUIZ La «apertura al mundo» obliga a la pregunta sobre la realidad, lo que supone, una nueva versión de la «admiración» como origen del filosofar. Esta actitud de apertura al mundo lleva consigo una problemática, en la que se pone en juego el entendimiento en una primera operación como es la de darse cuenta de la propia ignorancia. Es, pues, el reconocimiento de la ignorancia sobre la realidad que se ofrece al sujeto, la que incita el natural deseo de saber. Así aparece en Platón y Aristóteles y se encuentra en la base de la ironía de Sócrates. El admirar en tanto que admirarse de algo, configura, en cierta forma, la interrogación filosófica. La admiración produce sorpresa, la cual incita a una pregunta y, en cuanto tal, implica la necesidad de una respuesta. En este sentido, se plantean tres cuestiones: — ¿De qué nos sorprendemos? — ¿A quién interrogamos? — ¿Quién va a darnos la respuesta? A la primera pregunta se contesta que, de forma inmediata, nos sor­ prendemos de las cosas, pero, mediatamente, a través de esas cosas, nos sorprendemos de nosotros mismos. La sorpresa del hombre le aparece al reflejarse su limitación cognoscitiva ante el fenómeno de las cosas. Estas se le muestran en perspectivas, con lados ocultos pero no debido a su contex­ tura, sino a la realidad humana. Por ello se puede decir que en la conviven­ cia con las cosas se mantiene con ellas una relación incompleta. El hombre se sorprende de su ignorancia en relación a los lados ocultos de las cosas. En este sentido, es la estructura del sujeto la que posibilita esta auto- sorpresa ante la realidad. Respecto de la segunda cuestión, ¿a quién interrogamos?, se debe decir que, si bien las cosas nos sorprenden, nuestra interrogación no se dirige a las cosas de forma inmediata, sino a nosotros sobre las cosas y ello en virtud de la misma estructura de la interrogación. Toda interrogación supone en preguntar y, al mismo tiempo, la posibilidad de una respuesta. Las cosas no pueden responder, pues carecen de la intencionalidad que requiere toda posible respuesta. Somos nosotros quienes respondemos, desde nuestra si­ tuación, sobre la realidad de esas cosas que «vuelven su cara hacia mí». En relación a la tercera cuestión, el que responde a nuestro interrogar es sólo el hombre, pues sólo él es capaz de responder a su pregunta por el ser o la realidad de las cosas. Por ello, nuestra «actitud» ante las cosas determinará la respuesta del hombre hacia las mismas. De esta forma, la reflexión filosófica se explícita como auto-interrogación del hombre desde su situación, sobre las cosas en su ser, pero también sobre sí mismo en su relación con las cosas.

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