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Las moscas (Jean-Paul Sartre): Claves filosóficas de interpretación
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Dentro de este contexto, Sartre se recrea en pintar el masoquismo en el que se encuentran los súbditos de Egisto:
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Sartre recrudece este cuadro negativo recreando a sus personajes, ma- soquistamente, incluso en lo que aún no ha sucedido:
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Es una estudiada y bien intencionada descripción sartreana, llevada hasta lo grotesco, para hacer resaltar la conclusión de El Pedagogo acerca de la fealdad de los ciudadanos de Argos:
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Y comienza la ceremonia. Egisto, delante de la multitud, manda a buscar a Electra, mientras preceptúa el lugar de cada uno:
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El Gran Sacerdote, adelantándose hasta la entrada de la caverna, intima a los muertos a que aparezcan para celebrar su fiesta:
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Ambos, reconocen, tienen la misma pasión: «el orden» (p. 56 [156]). Frente a ellos, confiesan la singularidad del hombre, de Orestes:
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Júpiter reconoce el secreto de los dioses:
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Es una llamada a la libertad de Egisto, para que acabe con Orestes rápidamente... Pero, a pesar del compromiso de aquél, ya es tarde. Orestes y su hermana Electra se presentan ante Egisto, a quien acaba de dejar Júpiter. Orestes se presenta como un asesino, animado por su hermana. Egisto sigue mirándolo y con una duda:
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Egisto, en cambio, tiene otra concepción de la justicia:
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Para Orestes, la justicia es algo muy distinto:
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Pero Egisto sigue con la amenaza de los «moscas», del remordimiento... Y así muere bajo la espada de Orestes (p. 58 [159]).
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Orestes, desde esta afirmación radical de su libertad, y en el careo con Júpiter, asume su misión liberadora: abrir los ojos a sus conciudadanos y anunciarles el crepúsculo de los dioses:
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Misión que el mismo Júpiter reconoce:
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Júpiter vuelve, de nuevo, a la carga sobre Orestes, haciendo lo imposible para producir en éste el arrepentimiento:
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Orestes reconoce que precisamente éste es su propio destino. Y es preciso aceptarlo. Incluso en un destino de desesperación. Pero hay que reconocer que el hombre es libre y harán con su existencia lo que quieran:
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Frente a esta postura de total autonomía, Electra, cargada por el peso del remordimiento, rechaza ese don, esa oferta de su hermano —que pesa como plomo sobre el alma— (cfr. p. 74 [185]). Y acude a Júpiter como a su único salvador, echándose en sus brazos:
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