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LAS MOSCAS 269 Júpiter vuelve a la carga, instándole a que se marche, porque los inocen tes no tienen cabida en esta ciudad: «Perfecto. Entonces diría: “ ¡Joven, marchaos! ¿Qué buscáis aquí? ¿Queréis ha cer valer vuestros derechos? ¡Ah! Sois ardiente y fuerte, seríais valiente capitán de un ejército batallador, podéis hacer algo mejor que reinar sobre una ciudad medio muerta, una carroña de ciudad atormentada por las moscas. Los hombres de aquí son grandes pecadores, pero están empeñados ya en el camino de la redención. Dejadlos, joven, dejadlos, respetad su dolorosa empresa, alejaos de puntillas. No podrías compartir su arrepentimiento, pues no habéis tenido parte en su crimen, y vuestra inocencia impertinente os separa de ellos como un foso profundo. Marchaos, porque vais a perderlos: por poco que los detengáis en el camino, que los apartéis, aunque sea un instante, de sus remordimientos, todas sus faltas se cuajarán en ellos como grasa fría. Tienen la conciencia intranquila, tienen miedo, y del miedo y la conciencia intranquila emana una fragancia deli ciosa para las narices de los dioses. Sí, esas almas lastimosas agradan a los dioses. ¿Quisierais despojarlos del favor divino? ¿Y qué les daríais en cambio? Digestio nes intranquilas, la taciturna paz provinciana y el hastío, ¡ah! el hastío tan coti diano de la felicidad. Buen viaje, joven, buen viaje; el orden de una ciudad y el orden de las almas son inestables; si los tocáis, provocaréis una catástrofe. Una terrible catástrofe que recaerá sobre vos» (pp. 15-16 [91-92])... Esta explicación de Júpiter , magníficamente lograda por Sartre en sus más mínimos detalles acerca del significado del origen de la religiosidad de Argos, no evita que Orestes caiga en la cuenta del estado o situación a que conduce la fe en los dioses: «Paredes embadurnadas de sangre, millones de moscas, olor de carnicería, calor de horno, calles desiertas, un dios con cara de asesinado, larvas aterradas que se golpean el pecho en el fondo de las casas, y esos gritos, esos gritos insoportables: ¿eso place a Júpiter?» (p. 14 [90]). En realidad, Orestes inicia una posible respuesta a los razonamientos de Júpiter. Pero, en definitiva, piensa que, en efecto, es un asunto que no le incumbe (cfr. p. 16 [92]). Júpiter , después de reconocer su poder sobre las moscas —casi se reco noce como un «encantador de moscas en mis horas libres»—, se despide, prometiéndoles volver a verlos (cfr. p. 16 [93])... A continuación, Orestes y El Pedagogo vuelven a entablar una intere sante conversación. En ella, éste defiende la cultura como libertad de espí ritu y como falta de compromiso, como «escepticismo sonriente» y el reco nocimiento de que «sólo hay hombres»... Mientras Orestes le reprocha el «daño» que dicha filosofía le ha hecho y opta por el compromiso como
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