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276 DIONISIO CASTILLO CABALLERO Su mirada les hace sentirse culpables a todos sus súbditos (p. 52 [149]). Por lo que se dirige a Júpiter, interpelándole: «¿E s éste, Júpiter, el rey que necesitabas para Argos? Voy, vengo, sé gritar con voz fuerte, paseo por todas partes mi alta y terrible apariencia, y los que me ven se sienten culpables hasta la médula. Pero soy una cáscara vacía: un animal que me ha comido el interior sin que yo me diera cuenta. Ahora miro en mí mismo y veo que estoy más muerto que Agamenón...» (p. 52 [149]). En este momento, entra en juego Júpiter, que ha dejado el Olimpo para notificar a Egisto una noticia importante —los dioses no abandonan el Olimpo a no ser por motivos interesantes— : el crimen que se está tra­ mando contra él. Es preciso ordenar la captura de un joven que se hace pasar por Filebo y lo arrojen con Electra a alguna mazmorra (cfr. p. 54 [152]). Desea apartarle de dicho peligro inminente... Pero Egisto se resiste a entrar en los planes de Júpiter. No ve con la suficiente claridad por qué no avisó, entonces, a Agamenón, con los deseos que tenía éste de vivir... Júpiter pretende explicárselo. Muy sencillo y pro­ fundo, a la vez: Por la gran diferencia existente entre el crimen de Egisto y del que se está a punto de cometer. El cometido por Egisto tuvo un feliz resultado: el arrepentimiento, con todas las consecuencias para el pueblo. No así el de Orestes: «Por un hombre muerto, veinte mil sumidos en el arrepentimiento; ése es el balance. No hice un mal negocio... Me gustan los crímenes que se pagan...». Orestes, en cambio, «no tendrá arrepentimiento... ni la sombra de uno... Son crímenes ingratos y estériles» (p. 55 [154]). Sartre introduce aquí un interesante contraste entre Júpiter y Egisto, mediante un diálogo enriquecedor, en el que cada uno pretende autodefi- nirse, encontrando semejanzas entre ambos: entre el rey y dios... Egisto, reflexionando sobre el sentido de su persona, expresa sus senti­ mientos más hondos: «...todos mis actos y palabras tienden a componer mi imagen; quiero que cada uno de mis súbditos la lleve en sí y sienta pesar, aun en la soledad, mi mirada severa en sus pensamientos más secretos. Pero soy mi primera víctima: yo no me veo como me ven, me inclino sobre el pozo abierto de sus almas y mi imagen está allí, en el fondo; me repugna y me fascina. Dios todopoderoso, ¿quién soy yo sino el miedo que los demás tienen de mí?» (p. 56 [156]). Perfecta representación de Júpiter, que se siente reflejado en las pala­ bras de Egisto:

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