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238 ALEJANDRO VILLALMONTE 2. Cómo accede san Agustín al problema del mal Ante la pregunta de su interlocutor Evodio: por qué hacemos el mal , Agustín reconoce paladinamente: «Suscitas precisamente aquella pregunta que tanto me atormentó en mi adolescencia y que, después de haberme fatigado inútilmente, me empujó hasta hacerme caer en la herejía mani- quea»4. Todavía al finalizar su juventud no había encontrado una solución aquietadora, si bien la solución maniquea estaba ya virtualmente superada5. Pero entre las diversas perspectivas desde las cuales la inmensa proble­ mática del mal puede ser abordada, Agustín se centra en esta pregunta: por qué hacemos el mal\ inseparable de esta otra: por qué padecemos el male. Agustín trabaja siempre con la convicción de que el mal que hacemos es el origen único del mal que padecemos. Los males que sufrimos delatan la existencia antecedente del mal comportamiento humano que los ha dado origen. Y a la inversa, el mal que el hombre hace tiene la secuela inevitable del sufrimiento. Nos encontramos, pues, con un enfoque y solución del todo antropocéntricos del problema del mal. Para un hombre intensamente religioso como san Agustín, es fácil com­ prender que la pregunta «por qué hacemos el mal», se quede un poco vaga y genérica. Connaturalmente se transformó para él en otra más incisiva, com­ prometedora y personalísima: por qué pecamos1. Para encontrar respuesta a esta pregunta no tuvo inconveniente en adherirse, de joven, a las intrinca­ das elucubraciones maniqueas sobre la esencia del mal, sobre su origen, sobre el invencible poder que ejerce en el mundo. Posteriormente miró con simpatía las enseñanzas plotinianas sobre la metafísica del mal. En ambos casos, el impulso hacia tan elevadas teorías venía dado por la vivencia perso­ nal del mal que él mismo ponía en marcha al perpetrar el pecado8. 4. De Lib. Arb., I, 2, 4: PL 32, 1224; Con/., III, 7, 12: PL 32, 688. 5. «Buscaba yo el origen del mal, pero buscábale mal y no veía el mal en mi mismo modo de buscar el mal» ( Con/. , VII, 5, 7; Ib. 3, 4; 7, 11). 6. «Dime por qué hacemos el mal» {De Lib Arb., I, 2, 4. 6); «Lo que más me intriga es saber por qué padecemos nosotros tan acerbísimas penas» (O. c., I, 12, 24). Existen dos clases de males: el que hacemos y el que padecemos (Ibid., I, 1, 1). Existen dos clases de males, el pecado y el castigo del pecado ( Cont. Fortunatum, 15: PL 42, 117s); «a esto se reduce todo el mal; en parte a una obra injusta y en parte a un castigo justo» {Cont. Secund M a n iq 19: PL 42, 935). 7. «Quizá diga alguien aquí: de dónde proceden el mismo pecado y, en última instancia, el mal» [De duab anim., 10: PL 42, 63). Si no hay pecado tampoco hay mal alguno», decían también los maniqueos [Ibid., nr. 17; Cont. Fortun. Man., 21: PL 42, 122s). También el pelagiano Juliano de Eclana pensaba que no hay mal propiamente dicho sino el pecado (C. Jul. Op. Imp., III, 203; PL 44, 1333s; V, 26. 27. 43). 8. Es la interpretación, sin duda acertada, de J. MORÁN, El por qué del Agustín mani­ quea, en RelyCult 4 (1959) 248-261; 412-429. «El eludir la responsabilidad personal, principal

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