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140 FELIX DUQUE ríos en quince años a la marea nacionalsocialista, el desenmascaramiento tecnológico llevado a cabo por Stalin llevaría casi forzosamente a nuestro pensador a entregarse en manos de lo que le parecía una dictadura a corto término y destinada —casi al estilo del anarquismo—a disolverse, una vez cumplido el papel de disolvente de la vieja civilización. Lo que resulta admirable en Heidegger está indisolublemente ligado a lo que puede resultarnos abominable. Un pensador no deja «purificar» sus escritos como si en éstos hubiera una cómoda yuxtaposición entre lo apro­ vechable y lo desechable, como si de una res se tratara, dispuesta al cuchi­ llo analítico del carnicero. Por eso es todo pensador irrepetible; por eso es imposible la ciega bandería y la entrega epigonal. Desde nuestro propio e irrenunciable compromiso político, surgido de nuestra situación (a su vez irreductible al pasado, pues no hay deducción mecánica y lógica en lo que es existencia fáctica) nosotros debemos volver a pensar los problemas que en esos textos se ofrecen, sin asimilarlos como si de una receta se tratara. Así, el valor capital del pensar heideggeriano es tan ambiguo y equívoco como su propia vida; él no aceptó la distinción evidente, de sentido co­ mún, entre las distintas facultades de una supuesta sustancia anímica, divi­ didas jerárquicamente según su adecuación a grados de realidad medidos por su carácter de presencia constante y permanencia. El no aceptó pues la escisión entre lo sensible y lo suprasensible, entre la sensación, la percep­ ción y el concepto. Tampoco se insertó en la tradición que veía en el mito una mera transposición (metáfora) de lo suprasensible en lo sensible, como ayuda y ejemplo para ascender por vía imaginativa (en aquellos individuos menos dotados, incapaces de enfrentarse a la realidad de verdad con la mirada de la mente) a la estabilidad legal de lo universalmente válido. Heidegger, lo dijimos al principio, es un transgresor de géneros, no por mezcolanza sino por desmantelamiento; por llevar a aquéllos a los engra- mas liminares a partir de los cuales fueron siendo fijados para facilitar así un cómodo comercio y transacción entre hombres y cosas. Ni siquiera cabe hablar ya en él de tales «cosas». «Hombre» es un exangüe fetiche que encubre un plexo fragmentario, precario y flexible de remisiones y referen­ cias entre fuerzas de surgencia y energías de consolidación, un plexo capaz de abrirse decididamente al limen, al límite desde el que esas transacciones se ralizan. «Cosas» es un término inane, abstracto, tras el que se oculta el rico entramado de fijación diferida de tiempos y encuentros. Por eso, cosas son más bien lo que está a la mano o lo que la mano distancia y pone en seguro (tal el sentido de «presencia» en el idioma alemán: Vorhandenheit). Por eso también, hombre no es aquél que, consciente y reflexivamente, usa de sus manos como instrumentos para manipular una realidad dada.

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