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ARTEMIS Y CIBELES 139 fuerzas de sangre y tierra de las que los hombres, arracimados en pueblos históricamente inconfundibles, surgen. De este conflicto entre Apolo y Diónisos pensaba Heidegger que alborearía un nuevo día en el que cada hombre sintiera crecer su individualidad irreductible desde la pertenencia a un paisaje y una comarca. Si queremos, y en términos de Weber, podría­ mos decir que Heidegger, que odia visceralmente la autoridad surgida de la burocracia, tiende en última instancia al restablecimiento de una autori­ dad tradicional pero al través de un golpe de mano violento y carismàtico de un individuo heroico, creador del estado, y que luego —tal el viejo sueño del dictator romano— devolvería al pueblo las libertades individua­ les, una vez puesta en limpio la propia casa. Tal es el ideal que guía al guía Heidegger, y que lo encamina a la «más grande tontería» de su vida, a una necedad indisculpable, según él mismo habría reconocido en conversaciones privadas, según el testimonio de Otto Poeggeler. En todo caso, preciso es señalar que Heidegger jamás comulgó con el ideario nacionalsocialista en ninguno de sus rasgos específicos y dis­ tintivos, como son el biologismo, el racismo, la unión inconsiderada de pla­ tonismo y nietzscheanismo existencializado (como aparece ya en el título de una de las obras más significativas del período: Idee und Existenz (1935) de Hans Heyse) y lo que para Heidegger constituiría un rasgo fatídico, pero sólo reconocido a partir de 1936, la continuación y expansión planetaria del dominio técnico, o sea: la connivencia de la industria armamentista y las ciencias de la naturaleza (habría que decir: las ciencias matematizadas contra la naturaleza). Es verdad que en Heidegger encontramos acentos que resue­ nan en la ideología nazi, pero en ésta más como «tapabocas» demagógico que como sentida convicción (según ha sabido ver un sociólogo de corte tan conspicuamente liberal como Ralph Dahrendorf). Por ejemplo, Heidegger defenderá durante toda su vida la supremacía «natural» de la vida campesina frente a la artificialidad del hombre urbano; la irreductibilidad del trabajo manual frente a la vulgaridad de los productos maquinales, en serie; el carác­ ter históricamente signado del lenguaje entendido como idioma (y aún más: como «dialecto», si entendemos por tal la Mundart, o sea la especie que aúna palabras en la palabra oralmente proferida por un pueblo: el alamán de la tierra natal frente al alemán de la patria oficial); el sabor natural de las tradiciones populares (repliegue de la estirpe en un individuo que sabe olfa­ tear el viento del pueblo) frente al artificio y artimaña de la Kultur (de ahí la lucha denodada de Heidegger contra toda ética vaciada de contenido y vendida como filosofía de los valores y de la cultura). Estas características estaban paradójicamente contenidas también, de algún modo, en la cosmovi- sión opuesta: la bolchevique. Sólo que al ser el triunfo revolucionario ante-

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