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ARTEMIS Y CIBELES 135 no son faenas arqueológicas ni teleológicas; no señalan términos (a quo o ad quem), sino que al contrario disuelven toda determinación, porque apuntan a un destino que hace señas y se esencia (se expide) en lo destina­ do mismo, sin que para él, para nada ni para nadie sea posible —salvo en el propio acto ejercido—saber de antemano qué resultará de ello. Pensar y poetizar no se cierran reflexivamente (estén guiados por algo trascenden­ te o bien destilen ellos mismos su trascendencia) en un término, en un alfa y omega, alcanzado el cual sería inútil proseguir; al contrario, ellos se abren agradecidamente a un fondo de provisión que, sin ellos, no ex-sistiría ni alcanzaría sentido. Ellos no hablan para poder al fin (un fin asintóticamen- te alcanzable por una especie que acaba por conjuntarse universalmente con su género, borrando toda diferencia) callarse. Por el contrario, pensar y poetizar, en su mismo y propio hablar, guardan el silencio, guardan el misterio. No es que de lo que no se puede hablar sea necesario callarse, sino que el hablar se hace y hace a la vez silencio, misterio. Por eso, no se trata de alcanzar por vía negativa, eminente, o bien por método analítico, abstractivo algo que nos permita juzgar (o sea discrimi­ nar) lo que hay, sino que el punto estriba en proferir lo descomunal en el seno de lo común, de despertar el sentido alusivo/elusivo de las palabras, de suscitar la manifestación oscura de lo trabajado en el acto mismo del trabajo, de revelar la cópula de lo siempre distinto y venidero en la cópula sexual. Se trata de pensar lo poético (lo poiético, lo creador) en lo impoé­ tico, en lo cotidiano. Lo que a Heidegger le da asco, aquello de lo que se retrae al final de la indigente década de los años veinte en la Alemania de Weimar, no es la miseria social, el caos político, la impotencia de la ciencia, la vaciedad del arte, la falta de suelo de la filosofía o la fuerza negativa (una fuerza inerme, que se consume a sí misma) de la religión, sino el que todas estas penurias sean aceptadas con resignación como «cosas de estos tiempos, cosas que pasan» y que son incapaces de conmover al individuo. La penuria estriba más bien en la falta de penuria, en la mostrenca conformidad a lo que pasa. Esa penuria de la falta de penuria se manfiniesta en el síntoma de una enfermedad que olvida, no sólo una supuesta salud primigenia, sino sobre todo el hecho mismo de ser enfermedad. Tal síntoma es el aburri­ miento. Se puede estar aburrido de algo. En este caso, el tiempo oficial, común, en que una situación es medida no coincide con el tiempo propio de los deseos y proyectos del individuo. El tiempo se alarga (en alemán, «aburrimiento» remite a un lapso largo de tiempo: Langeweile) porque en el desequilibrio entre mis proyectos y la situación no sé qué hacer. Lo mejor sería matar el tiempo, hacer que se borre el hiato llenándolo de

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