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ARTEMIS Y CIBELES 149 tiene por base a sí misma (primera manifestación de la idea de Dios como causa sui). Si ciñe su frente una corona mural, ello «representa» que la redondez del orbe está cubierta de plazas fuertes y ciudades (en macabra premonición de la política hitleriana del «espacio vital»). Más difícil lo tiene el poeta respecto a la castración de los servidores de Cibeles; pero también aquí es la enseñanza moralizante la que triunfa: esa castración representa el castigo a quienes no obedecen a los genitores (parece pues que sólo éstos, los guías y jefes de estirpe, los arcontes ostentan el derecho a la reproducción y a la controlada dirección de ésta). Y si los caudillos castrados agitan locamente sus lanzas (signa furoris), haciendo como diji mos del hombre soldado, ello tiene un valor ejemplar: llenar de terror ingratos ánimos atque impia pectora. En suma, ¿a qué obedece el hecho de la aparición de los sangrientos y guerreros secuaces de Cibeles? quia significant divam praedicere ut armis ac virtute velint patriam defendere terram. En la galana traducción del Abete Marchena: «cual si quisiera predicar la diosa / que con las armas y valor defiendan / los hombres a su patria, y sean a un tiempo / el amparo y la gloria de sus padres». Aquí, Lucrecio es un ilustrado: enseña deleitando una fábula moral. Cibeles es ya un mero vehículo imaginativo, un sujeto portador de valores eternos. El poeta cien tífico sabe muy bien lo que quiere: omnia... conservare genus crescentia p osse videmus. De eso en el fondo se trata, de conservar los géneros, de que todo esté bien dispuesto a la mano de la mente, de que el concepto nos garantice la seguridad de un despliegue legal, sobre el cual quepa actuar sin sobresaltos. Cibeles dice, ahora, su verdad. La verdad de un desierto que crece, la verdad de la transformación devastadora de la tierra natal en patria, de la potencia genesíaca en castración que sólo sirve agresi vamente para extender omnímodamente su esterilidad; es la violenta trans formación del reconocimiento agradecido a la potencia sexual de los ances tros en fijación legal del orden establecido y, como tal, pasado. Es en suma la justificación de la guerra en aras de la planetarización y «civilización» (domesticación) que hace del orbe urbe. Heidegger sabía a qué apuntaba, contra qué luchaba, cuando en 1942-43 (curso sobre Parménides) hacía de la connivencia del Imperio Romano y la catolización (universalización) de la Iglesia (que a su vez habría absorbido en sus dogmas la airada figura del dios judío) el acontecimiento fundamental (Grundgeschehnis) de la historia occidental: la historia de una errancia, ahora desvelada —en la noche del mundo—como nihilismo.
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