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146 FELIX DUQUE ponden los dioses. Con ello nos encaminamos al sentido último de este ensayo: la irrupción, en el centro mismo de la «política» heideggeriana, de las diosas Artemis y Cibeles. Resulta difícil acercarse al sentido del dios. Este no es desde luego algo reductible a concepto (o sea: no es atrapable, no está a la mano, tampoco a la mano mental). De él no se puede decir que exista (sólo el hombre existe de verdad), que sea algo real (sólo las cosas son reales), o siquiera que tenga consistencia (tal propiedad es otorgada por el hombre a las cosas, al disponerlas a la mano y al nombrarlas en la palabra). El dios no es creador ni criatura. Quizá nos aproximemos a su sentido diciendo que el dios «resiste»: esto es, estando su esencia cercana al hombre, se zafa de todo intento de intelección. El dios salva, o sea mantiene en conexión mano, boca y sexo cabe lo ente y junto a los otros. Pero su hierofanía tiene un lugar señalado en la flor de la boca. La palabra no se limita a nombrar al dios, como si éste fuera algo preexistente. Tampoco es el dios conse­ cuencia de la palabra, como un mero accidente lingüístico. Con la palabra poética acontece el dios. Este transparece en la apariencia abierta por la palabra: dispersa la palabra en palabras, manteniendo la con-formidad de éstas, su formositas o hermosura, y deja así que el hombre entrelace sus palabras con otros hombres: «desde que somos un diálogo / y podemos oír unos de otros». El dios es el mensajero de la integridad del mundo, pero aparece, en cuanto tal, él mismo disperso en las señales a las que el poeta corresponde. Si esto es así, nada más lejano a Heidegger que la mitología. Del dios no se cuentan cuentos. El dios es nombrado y sale a la luz en los silencios (rimas) de la palabra poética, que deja que aparezca lo usual. El es, pues, lo inusual de lo habitual, lo monstruoso de lo que cotidianamente se muestra. Heráclito dijo a los visitantes, ávidos de nove­ dades: «Entrad, aquí también hay dioses». «Aquí» nombra un horno de leña, donde se cuece el pan y endurece el vaso sacrificial. Heráclito debiera quizá haber dicho: sólo aquí, en cosas-lugares que avían espacios de en­ cuentro (en sedes-del-instante), hay dioses. Ahora bien, ¿por qué hablar con respecto a lo político justamente de las diosas Artemis y Cibeles? Hölderlin dijo que quizá lo había herido el rayo del flechador Apolo. Cuando Semele exige la hierafonía de Zeus re­ sulta carbonizada. La manifestación del dios ciega. El sol no deja ver el fondo de provisión del que sin embargo resulta. El dios olvida pronto su nacimiento del abismo. En él, el sexo queda debilitado en favor de la mano potente. La diosa que refulge en la palabra poética guarda en cambio en su seno el cofre de la nada. Sabe a muerte porque es fuerza genesíaca. Dos diosas se disputan el favor de Heidegger en la noche del mundo. Y él,

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