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ARTEMIS Y CIBELES 145 te, por fuerza, en la opacidad y resistencia de los materiales con los que el hombre construye su entorno. En lo puramente físico adivina el hombre las trazas de una posible dispensabilidad de uso «a la mano», y designa como «natural» el retraimiento de esa dispensabilidad que desafía, provoca a la mano del hombre. La tierra está también en la opacidad irreductible de la oralidad y la escritura, en espacios y grietas (rima, en griego y en latín) que permiten la palabra, y que sólo en la tachadura del medio (la modulación del aire, flatus vocis; la inscripción gráfica: grammé) se hace presente por ausencia. La tierra es, por último, la vivienda de los mortales: el forzado repliegue de la piedra y la madera, construidas con arte para resguardar al hombre de la propia fuerza a la que debe la vida). Si esto es así, más allá de las supuestas intenciones bucólicas de Heidegger y el idilio de la Selva Negra hay que pensar entonces que la fuerza de sus textos nos lleva a reivindicar un modo de considerar lo telúrico ajeno por entero a la ideología nacionalsocia­ lista, expuesta en un barato romanticismo que reivindicara lo natural frente a la barbarie técnica. Sin téchne no habría escisión, comarca en la que surgie­ ran de consuno tierra y mundo. Ser mortal es corresponder al sentido de la tierra. Pero ese sentido sólo se da en la correspondencia misma, sin que sea posible intuición mística alguna que nos llevara más allá del habitar técnico a un supuesto suelo incontaminado (y aquí habría que tachar de «romanti­ cismo» más bien al «mundo de la vida» husserliano, sea dicho de paso). De la misma manera, el cielo no es el «Cielo», o sea una supuesta región ajena a los afanes del hombre y a la que éste pudiera encaminarse al final de su vida. El cielo es la comarca artificialmente articulada en la que, por vía de persuasión, leen los pueblos históricos el paso, las estacio­ nes, los tiempos en que su vida se da. El cielo es la tormenta del ser: el anuncio de que, si la fuerza es siempre superior a la téchne, sólo en esta última se manifiesta, como promesa de continuidad y amenaza de subver­ sión. Por eso dice Heidegger al final de su Discurso de 1933 que: «Todo lo grande se yergue en la tormenta», traduciendo así al alemán las palabras platónicas del libro VI de la República: «Tá mégala pánta episphalé». Esen­ cialmente: todo lo grande es falaz, tiende a caer (falsum, fallere, Fallen remiten a una misma raíz: la caída). No se trata aquí de la advertencia de que, si el régimen no sigue el programa trazado en el discurso pueda sobre­ venir una catástrofe, sino de la precariedad misma de todo programa cuan­ do éste es tomado como una doctrina, y no como una «inscripción previa» que sólo en la realización afectiva alcanza un sentido siempre expuesto a la decadencia. Ello significa que el cielo mismo está tejido de las diferencias con las que el hombre, en transacción laboriosa, comunicativa y reproduc­ tiva, abre mundo. Y si a la tierra corresponden los mortales, al cielo corres- 10

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