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64 ARTURO LEYTE COELLO y que por eso mismo significa todo. Por ser, no entiende «algo», una deter­ minación o una indeterminación, pues entonces repetiría la tradición, que siempre tomó al ser por un ente. Por eso mismo tampoco podemos decir que el ser es el tiempo, pues de nuevo caemos en la más profunda y peligrosa ambigüedad al creer que con esta determinación nos alejamos de la metafísica cuando no hacemos más que replantear una definición meta­ física. En efecto, decir que el ser es el tiempo impide pensar que, muy al contrario, el ser es por medio del tiempo, que el ser ocurre porque hay tiempo, pero no al modo de un tiempo trascendental que funciona como condición general, pues también es el mismo tiempo el que empieza a ser en el mismo ocurrir. Cuando Heidegger pensó la filosofía de Nietzsche también se estaba dirigiendo al tiempo, y ciertamente también a su tiempo y no a una suerte de pasado interesante sólo para la cultura. (Para Heidegger, la filosofía es seguramente lo más lejano a la cultura). En efecto, al absolutizar el ser, en la filosofía moderna, y especialmente en Nietzsche, se absolutiza también el tiempo, de modo tal que éste ya no pertenece exclusivamente a un lado del ser, sino al todo, con el que coincide. Este todo absoluto, lejos de ser un conjunto homogéneo de cuanto existió y existirá, lejos de ser el general concepto-compendio, es lo más concreto a lo que estamos enfrentados, es sencillamente también «nuestro» tiempo. En ese sentido no es ninguna casualidad que Heidegger desarrollará su compleja idea de la historia de la filosofía, su compleja idea de Nietzsche, en profunda conexión con su tiempo y con la visión de los acontecimientos político-militares que vinie­ ron a decidir el futuro siguiente, ya que este futuro resulta en cierto modo de la determinación absoluta del ser ganada en la filosofía moderna. Por medio de esa determinación se gana lo que muy pobremente podemos llamar característica general del final de la modernidad y que también muy pobremente podemos indicar por medio de señales como las del uso incon- dicionado y puramente mecánico y formal del conocimiento, la ciencia, el arte y el trabajo humano, reducidos a factores y expresión de la planifica­ ción industrial. Esta misma planificación queda igualmente muy lejos, al contrario de lo que su nombre pudiera querer indicar, de aquella razón controladora de la realidad, y seguramente muy próxima de un uso desen­ cadenado de una racionalidad que se pierde como tal en su mismo proce­ dimiento de movilización y manipulación total, general, absoluta, de la realidad que penetra. Esta planificación, es decir, esta «producción» de la misma realidad sale a la luz de un modo culminante en la historia del siglo XX, que es la historia desplegada del mundo técnico.

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