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172 FELIPE F. RAMOS manifestación de la gloria de Dios. Jesús, lo mismo que es la manifestación de la gloria de Dios, es también el reflejo de su poder. Lo mismo que determinadas plantas poseen «virtudes», poder de curar o de matar, así puede hablarse de la virtud que existe en Jesús. Los evangelios nos hablan de dicho poder: por él realizaba milagros y signos; impresionaba a la gente por su forma de enseñanza. Era un poder cercano, atractivo, beneficioso (aunque amenazante para los que no lo acogieron como llamada de Dios, Mt 11, 21-24). Un poder distinto e incluso contrario a lo que los hombres entendemos por poder. La peculiaridad de dicho poder obliga a destacar otra dimensión de la virtud o areté de Cristo: es la bondad moral implicada en la gloria. El vocablo ha sido utilizado intencionadamente para poner todo el énfasis posible en el contenido moral de la gloria. Es el aspecto que distingue al cristianismo auténtico de las desviaciones heréticas, que tiene delante el autor de la segunda de Pedro cuando escribe. La dimensión moral implica da en la gloria se expresa en el esfuerzo exigido al hombre para que pueda llegar a participar de todo lo relativo a la vida en sentido pleno. Parece intencionada la correlación existente entre la gloria y el poder , por un lado, y la vida y la conducta recta , por otro. La gloria y el poder de Cristo son participados en el creyente en el medida en que se abre a la nueva vida y a la conducta recta. Dios se sirve de su gloria y poder para que el hombre llegue a la vida y se compone según las exigencias que dicha vida conlleva. Tergiversaciones de la f e El hombre tiene una tendencia innata a valorarse por encima de su propia valía. Esto es aplicable también al terreno religioso. El hombre se sobrevalora. Cuando lo hace conscientemente está tergiversando esencial mente la fe cristiana. El muy religioso puede incluso valorarse hasta el extremo de caer en la tentación de pasar la factura a Dios . La parábola del fariseo y del publicano (Le 18, 9-14) nos ofrece un buen botón de muestra. El inicio de la parábola es intencionadamente impreciso. Se dirige a algunos que se tenían por ju stos y despreciaban a los demás. Dentro del contexto, éstos sólo podían ser los fariseos. Si no los menciona en los datos iniciales es porque el Parabolista está pensando en que se apliquen la enseñanza sus propios discípulos. En la narración de la parábola se pone de relieve la autoconfianza o autosuficiencia farisea. Ellos, además, son los justos, que despreciaban a los otros9. 9. G. SCHNEIDER, Das Evangelium nach Lukas II, en GTB Siebenstern, Würzburg 1977, 364.
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