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220 FELIPE F. RAMOS IV. E l a m o r m u tu o Queridos míos, si Dios nos ha amado así, también nosotros debemos amarnos unos a otros (1 Jn 4, 11). El texto se abre con una partícula condicional: «si» Dios nos ha amado así... Esta condición se supone ya realizada. Baste pensar en los versículos anteriores. Sería suficiente recor­ dar el inmediato anterior: E l amor no está en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados (1 Jn 4, 10). 4.1. E l fundamento último La lógica del pensamiento exige llegar al fundamento último, que es el amor de Dios: Dios es amor (1 Jn 4, 8). La prueba más elocuente de que la afirmación responde a la verdad la tenemos en la misión o envío de su Hijo y en su obra salvadora. El amor de Dios no es un ente de razón; es una realidad histórica, palpable y concreta. Podemos hablar de él porque Dios nos ha revelado su amor manifestándolo de forma experimentable entre nosotros: El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que envió a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por él (1 Jn 4, 9). Estas afirmaciones tan pretenciosas exigían una explicación. Ya enton­ ces se hablaba demasiado del amor. Se hacía necesario establecer un crite­ rio seguro para el discernimiento en el terreno del amor. El criterio distin­ tivo lo formula en el versículo 10 diciendo que el amor cristiano es respues­ ta: supone la iniciativa de Dios, que se anticipó a nuestro amor, e hizo su demostración enviándonos a su Hijo como «víctima expiatoria por nues­ tros pecados». En el amor preventivo de Dios se subraya: la misión de su Hijo y su satisfacción vicaria o la propiciación por nuestros pecados. Dos representaciones tradicionales profundamente enraizadas en el cristianismo primitivo. Las dos representaciones son tradicionales y ponen de relieve que Dios es perdonador y, además, superador del odio del mundo. En consecuencia, el amor mutuo debe ser una realidad histórica, palpable y concreta. No un ente de razón que se diluya en efluvios contemplativos o en palabrería vana. Si la teoría no se halla respaldada por una praxis controlable volcada en la atención al necesitado no merece crédito alguno. Debemos repetir aquí un texto sumamente elocuente de la primera carta de Juan: E l que, teniendo bienes de este mundo, ve a su hermano en necesi­ dad y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede decirse que permanece en él el

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