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188 FELIPE F. RAMOS La predicación es llamada dentro del mismo capítulo «la palabra de la fe» (Rom 10, 8)30. Es la fe la que nos trae el Espíritu, la que nos santifica, la que nos justifica y tiene como exigencia o como fruto necesario las obras que debemos realizar. Las obras de la ley designan lo contrario: no es la acción de Dios, de su palabra, de su Espíritu, la que nos procura la amistad y filiación divinas, sino el cumplimiento de la ley, la observación de los mandamientos, el esfuerzo y las posibilidades humanas aplicados a la realización de las exi­ gencias impuestas por la ley. Así pensaban los judaizantes de entonces. Así piensan los judaizantes de hoy. En la cuestión se halla implícita toda la dialéctica de la acción de Dios y de la reacción del hombre. La acción de éste es siempre reacción, res­ puesta que obliga a suponer como previa la acción de Dios. La verdadera respuesta es la fe. Dios llama a la puerta del hombre. Este debe responder (Apoc 3, 20). El hombre debe entrar en esta dialéctica. Los textos del NT ponen de manifiesto con toda claridad que el movi­ miento parte de Dios y que se mueve, a través de Cristo, para llegar al hombre. La filosofía del NT no tiene como punto de partida las aspiracio­ nes del hombre, sino la aceptación de la oferta que Dios le hace; no el de extender su mano para alcanzar a Dios sino para acoger la mano que Dios le tiende. La fe y la vida cristianas no son logro ni adquisición a través de una autodisciplina férrea (aunque ésta sea también necesaria); su camino es el de la aceptación mediante el abandono y la autoentrega a la acción previa de Dios. Una ley evangélica que le cuesta aceptar al hombre. Porque el hombre, en particular los más capaces, los más fuertes, los más inteligentes y audaces, intentan obtener mediante su esfuerzo aquello que únicamente Dios puede proporcionar. El auto-afianzamiento humano era llamado en tiempos de Jesús y en los de Pablo «las obras de la ley». El camino de la ley, seguido mucho tiempo por Pablo, prometía la vida feliz a una obedien­ cia perfecta. Pero esta obediencia perfecta nunca puede ser lograda por el hombre. Cuando se cree haberla conseguido lo que en realidad sucede es caer en la esclavitud de la ley. El camino recto es el propuesto por Jesús: el hombre debe hacer lo que puede: Tener fe y confianza. Son las actitudes 30 . Desentrañando esta fórmula pregnante habría que decir lo siguiente: la fe (= pistis) tiene su origen en la predicación (= akoé). A su vez, la predicación se halla caracterizada por la fe. Así resulta la obediencia de la fe: una obediencia que nace de la fe y una fe que lleva necesariamente a la obediencia. Las obras exigidas, las exigencias cristianas, lo que debemos hacer, los imperativos característicos de la vida creyente, son fruto de la fe, no complemento de la misma , como pensaban los judaizantes, enemigos irreconciliables de Pablo.

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