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168 FELIPE F. RAMOS vida, por tanto, que salva al hombre del poder de las tinieblas y lo traslada al reino de su Hijo querido (Col 1, 13). Es un poder que hace pasar al hombre de la muerte a la vida (Jn 5, 21. 24), a condición de que el hombre lo acepte mediante la obediencia de la fe (Rom 1, 5; 16, 26). Todo lo relativo a la vida divina, abierta y ofertada al hombre mediante el poder divino, se halla al alcance del hombre. Junto al acceso a la vida divina es mencionada también la concesión de la conducta recta (así hemos traducido la palabra «piedad»). Y es que el poder divino arranca al hombre de la muerte y de la falsa piedad. Esta tiene que significar, por razón del contexto, la conducta moralmente equi­ vocada e inadecuada. Por razón del paralelismo, la piedad, colocada junto a la vida, debe significar la conducta adecuada. El autor de la segunda carta de Pedro insiste en la misma realidad de la vida concedida al hombre hablando de su participación en la naturaleza divina. Lo hace en un verdadero esfuerzo de adaptación a los lectores de mentalidad griega. La expresión no pertenece al mundo bíblico; es corrien­ te en el mundo griego y refleja la mentalidad helenista. En dicho entorno cultural, en la corriente platónica y en la estoica, la participación en la naturaleza divina era considerada como algo propio y peculiar del hombre. El autor de la segunda carta de Pedro se adapta a dicha mentalidad «cristianizándola». Y lo primero que hace es afirmar que el hombre no posee la naturaleza divina; puede llegar a participar en ella, que no es lo mismo. Dicha participación —aunque no tengamos en el NT ni otro ejem­ plo de la misma— o la realidad significada por ella, es patrimonio común de la primitiva tradición cristiana. Es la misma realidad que exponen Pedro o Juan cuando hablan de la filiación divina y del don del Espíritu Santo. Los creyentes participan, ya ahora, de la realidad que existía en Cristo, aunque estuviese escondida: su filiación divina. Dicha participación debe verse en el terreno relacional. relación de inti­ midad con Dios a través de la presencia operante del Espíritu en el hom­ bre. Fue el poder del Espíritu el que creó la existencia de Jesús; el que se posesionó de él de forma permanente; el que guió todos sus pasos. Y es este poder del Espíritu el que vendrá sobre los apóstolos, sobre la Iglesia, sobre los creyentes. Esta es la promesa de Jesús. La participación en la naturaleza divina, en cuanto realidad presente, desescatologuiza la esperanza cristiana: la hace perder su casi único aspecto de futuridad; acentúa más el momento presente que la consumación final hacia la que, en cualquier caso, sigue caminando el creyente. Participar en la naturaleza divina es disfrutar ya, aquí y ahora, del poder salvífico del evangelio. La novedad de la segunda carta de Pedro, al utilizar esta expre-

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