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176 FELIPE F. RAMOS riesgo de perder la situación social, los privilegios económicos e incluso algo más. Este riesgo hizo, y hace, que muchos creyentes fuesen y sean vergonzantes13. ¿Cuál fue la suerte última de aquellos creyentes vergonzantes? Desco­ nocemos la suerte de «aquel grupo». Sabemos, sin embargo, que los cre­ yentes vergonzantes no tienen futuro. Llega un momento en el que la mar­ cha de los acontecimientos les obliga a salir de su clandestinidad. Este fue el caso de Nicodemo, que reaparece defendiendo indirecta y débilmente a Jesús (Jn 7, 50-52) con evidente riesgo para su prestigio personal, como nos hace suponer el texto citado, y en el momento de dar sepultura al cadáver de Jesús (Jn 19, 39). El caso de José de Arimateo puede aducirse en la misma línea (Jn 19, 38). ¿Los demás magistrados que habían creído? No lo sabemos. Lógicamente debe pensarse que evolucionaron hacia una de estas dos posibilidades: confesión adecuada de la fe cristiana e inserción plena en la iglesia joánica y, a través de ella, en la iglesia universal o aban­ dono de una fe que un día les había entusiasmado. 1.2. La f e «decepcionada La fe cristiana no es fuente de satisfacciones inmediatas. Puede llevar consigo renuncias a muchas apetencias humanas. Ante la violencia necesa­ ria que el hombre debe hacerse por el reino de Dios (Mt 11, 12), el hombre puede reaccionar de dos maneras: abandonando el camino iniciado o puri­ ficándose en su seguimiento silencioso y sufriente. 1.2.1. Abandono por decepción Las razones que lo justifican las enumeramos a continuación: a) El hombre únicamente está dispuesto a aceptar una oferta como la que el Revelador le hace si la ve apoyada en sus propias fuerzas y merecimientos. Establece así como norma de su aceptación el propio terreno en el que encuentra seguridad. Son sus propias obras —las obras de sus manos— las que le dan consistencia. Su obras son su salvoconducto. No puede estar más claro en el texto evangélico: ¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios ? El Revelador, ante este interrogante, contesta que no es cuestión del propio quehacer. Al menos no es lo más importante. La obra de Dios —no se habla de las obras del hombre, al menos en el sentido en que él lo entiende— es que creáis en su Enviado (Jn 6, 29) o que hagáis 13. K. WENGST, Der erste, zweite und dritte Brief des Johannes, en GTB, Siebenstern, Wüzburg 1978, 59 y 124.

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