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16 FELIPE F. RAMOS El conocimiento histórico de Cristo nos da la seguridad requerida, al clavar las raíces del mismo en nuestra historia: el poder divino aterrizó en nuestra historia. Pero este conocimiento sería insuficiente si se quedase en el plano de la historia. El conocimiento del que nos llamó es un conoci­ miento salvador, transformante de toda la vida, dador de la vida auténtica al hacernos participar en ella. El conocimiento de Cristo, del que nos habla nuestro texto, es más personal que proposicional, más salvador que infor­ mador, más interior que exterior. Afecta al hombre en su totalidad; no se queda en la parcela de la inteligencia, por noble y rica que ella sea. Es el conocimiento amoroso, tan específicamente bíblico. Es un conocimiento envolvente: no conoce las cosas desde fuera de ellas,, sino que se ve envuel­ to en ellas. No es el conocimiento impersonal de las cosas, sino el conoci­ miento íntimo de las personas queridas. 3.°) La gloria y el poder Dios nos llamó por su gloria y poder. Es imposible comprender su sentido sin tener en cuenta la pre-historia de ambos términos. Decir que la «gloria» es un término equivalente de la naturaleza divina25 es correcto, pero exige una aclaración. En el A. T. la gloria de Dios, kabod en hebreo y doxa en griego, es Dios mismo en cuanto se manifiesta26. Dios manifiesta su gloria o se auto- manifiesta en sus intervenciones liberadoras a favor de su pueblo, por ejemplo en el Exodo y en el retorno del destierro babilónico. Son las dos manifestaciones más destacadas de su gloria en el A. T. Esta gloria, su presencia protectora y operante, acompañaba a los hebreos en su camino en busca de una tierra. Dicha gloria intenta sensibilizarse mediante el re­ curso al fuego y a la nube, que siempre son signo de la presencia divina. En tiempos del destierro babilónico, la gloria —Dios mismo—abandonó el templo y la ciudad de Jerusalén. Sólo volverá a la ciudad santa en el tiempo de la restauración. Estos antecedentes bíblicos justifican que el N. T. presente a Jesús como la manifestación suprema de la gloria de Dios. Los creyentes ven en él la gloria: Hemos visto su gloria (Jn 1, 14). Los apóstoles vieron la gloria (2 Pe 1, 16-18: alusión concreta a la escena de la transfiguración, en la que Jesús aparece como la habitación de Dios. Para Pablo es una realidad evidente: Pues el Dios que ha dicho: «Brille la luz de entre las tinieblas», 25. Ch. BlGG, The Epistles o f St. Peter, 254. 26. A. E. B arnett - E. G. HOMRIGHAUSEN, First and Second Epistles o f Peter, 172.

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