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344 CELINA A. LERTORA MENDOZA Lo más común era vincularlas a su valor numérico, pero también te nían significaciones vinculadas a su forma, o a su lugar dentro del al fabeto. Por último, la existencia misma de diferentes alfabetos, con diversos caracteres, era símbolo de una cierta diversidad religiosa. Pues to que cada alfabeto se vinculaba a una época histórica del desarrollo de la revelación, ello no sería casual, sino designio divino. En Roger Bacon los tres alfabetos están vinculados a tres etapas en la historia sagrada: Sed secundum documentum Apostoli [I Co 12, 22], minora sunt magis necessaria et majori honore circumdanda. Et sicut Deus eligit infirma ut fortia quaecunque confundat, ita in rebus quas reputamus minimas posuit majestas majora, quam possit intelligere mens humana. Et sic est in his literis triplicis alphabeti; unde non sine causa in epitaphio Domini scriptum est Hebraice, Graece et Latine, ut doceremur quod Ecclesia cruce Domini redempta habeat considerare virtutes literarum triplicis alphabeti; praecipue cum Ecclesia incepit in Hebraeis, et pro- fecit in Graecis, et consumata est in Latinis (Opus Maius, III: Brid- ges I, 96; cfr. III, 119). La idea de las tres «edades» había sido desarrollada, en forma muy original, y finalmente condenada, por Joaquín de Fiore. Bacon segura mente conocía estas condenaciones, pues incluso la de principios del s. XIII fue revisada en 1245, manteniéndose. Claro que en este pá rrafo no hay trazas directas de joaquinismo, pues no se habla de las edades del Padre, del Hijo y del Espíritu, ni de la caducidad de una al pasar a la otra. Es verdad que hoy se reivindica a Joaquín, admi tiendo que sus obras fueron leídas «de mala fe» por algunos de sus censores 139. La idea seguía en el aire, aunque con muchas matizacio- nes, y pasada la mitad del s. X III todavía Bacon se hacía eco, junto con la tradición oxoniense, de estas interpretaciones que habían flore- 139. Estos intentos, aunque mesurados, se notan, por ej., en el juicio de De Lubac sobre el joaquinismo, haciendo un interesante paralelo: Dante co loca en el Paraíso a Joaquín al lado de San Buenaventura y a Siger de Bra bante junto a Santo Tomás. Y la historia de la filosofía y la teología en el s. XX parecen estar más de acuerdo con el Paraíso dantesco que con la vi sión tradicional que los condenaba sin oirlos. De Lubac no duda en compa rarlo con el gran contemplativo Ruperto de Deutz, incluso admirando lo que el genio joaquinista tiene de «abrupto, solitario y salvaje» (Cfr. o. c., 555); sus sueños grandiosos no son necesariamente una quimera, sólo fue una mo dificación, quizá un poco excesiva, pero no demasiado alejada, del misticismo de Bernardo e Hildegarda.
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