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302 CELINA A. LERTORA MENDOZA y enseñanza moral. El monacato medieval continuó la línea de los San­ tos Padres y produjo una abundante literatura de este tipo: florilegios, repertorios y narraciones explicativas de las alegorías. Este largo perío­ do logró finalmente elaborar dos reglas básicas del simbolismo bíblico; su primera fuente fue el procedimiento agustiniano de las praefigura - tiones, y en segundo término la mordisaño de Gregorio 115. En todo ese proceso pesa también el simbolismo de Dionisio, que introduce la tradición de la simbologia griega en la latinidad, y que ayuda a la ela­ boración del sentido anagogico. La primera ley del simbolismo surge precisamente de las obras de dicho autor: nuestro espíritu percibe una quiebra entre dos realidades que también apreciamos como relaciona­ das, y entonces buscamos esa relación mediante la demonstrado, que no es un proceder dialéctico, sino una intuición de sentido 116. Así, la le­ tra se presenta como «figura» de la otra realidad que es la verdadera­ mente mentada, y término de nuestra inquisición. La importancia de esta concepción en la liturgia se aprecia por sí misma, y tendremos oca­ sión de volver sobre este punto al tratar de la teología bíblica. La se­ gunda ley también está influida por Dionisio: los símbolos más grose­ ros son los más adecuados para simbolizar el misterio, pues cuanto más de materiales tienen ellos, más incitan a la anagogia, a la elevación 117. Es fácil ver que esta mentalidad es exactamente opuesta a la aristoté­ lica, para quien las ideas están en las cosas, y no fuera de ellas; el na­ turalismo aristotélico elimina la simbologia de las cosas, que no refie­ ren a nada sino a ellas mismas. Es comprensible entonces, que un resur­ gir aristotélico en Occidente tuviera como contrapartida una progresiva pérdida de la importancia del simbolismo como modo de pensar, y también, por supuesto, como método teológico. El desarrollo polimorfo del símbolo era una de sus características más salientes. De allí la multiplicidad de significaciones que cada autor ponía en un mismo pasaje, y a veces entre sí un tanto contradictorias. Pero en medio de esa anarquía, en algunos aspectos saludable, fiueron delineándose los cuatro sentidos fundamentales de la escritura: histó­ rico (o literal) y tres espirituales: moral, alegórico y anagogico. Las disputas entre las diferentes interpretaciones podían zanjarse recurrien­ do a estas distinciones. A lo largo de varios siglos, había ciertos sim­ bolismos básicos para cada sentido, que se iban retomando y enrique- 115. Cfr. M.-D, C henu , La Théologie au douzième siècle, Paris 1957, 173. 116. Ibid., 180. 117. Ibid., 181.

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