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134 VICENTE MUÑIZ RODRIGUEZ Tan solo constituyentes que dependen entre sí, haciendo funcionar el diálogo. Es precisamente el carácter discursivo de la expresión el que sitúa la dialogicidad en el tiempo. Unicamente el silencio absoluto, la mudez sin término, son atemporales. No se da en ellos sucesión ni cadencia. Carecen de un antes y un después y, en consecuencia, no poseen tiempo. Por el con­ trario, todo discurso es articulado. Por ello, sus unidades integrantes han de ocupar en el diálogo un espacio propio y específico rechazando cualquier tipo de confusión. Se suceden según un orden impuesto por la razón expre­ siva que expone el ser. Cuando esto no se verifica, la conversación se trans­ forma en caos, según el primigenio sentido griego de desorden inaprehensi- ble por el logos. El tiempo pertenece a la palabra. Y por este motivo, toda referencia, todo relato, caen dentro de la dimensión temporal. El mundo del hombre, así, goza de hondura —está fundado—, es uno y se encuentra inmerso en la temporalidad que posibilita su trayectoria histórica. Espíritu encarnado en expresión corporal, la realidad humana accede a la materia a través de los sentidos. El fisicalismo, el fenomenalismo, las proposiciones fácticas o protocolarias son doctrinas que traducen de mane­ ra destacada este fenómeno. El dato empírico lo es en tanto en cuanto aquí y ahora es perceptible por nuestros órganos sensoriales. La misma palabra es materia fónica que se capta a través del oído. El diálogo, el coloquio, para que se realicen en plenitud, exigen también soporte físico. b) El mundo de entidades abstractas Pero el hombre además, pequeños dios, tomando como punto de parti­ da el mundo físico, crea otro de entidades abstractas y universales. La comunicación lingüística sería imposible sin la capacidad humana de aprehensión de esencias y su posterior función predicativa. Cualquiera que sea el tratamiento que se lleve a cabo sobre el problema de los universales —nominalista, realista, platónico o psicologista—, lo que interesa subrayar, en este momento, es la existencia de estas entidades abstractas dentro de una extructura ontologica diversa y diferente de la que compete a las reali­ dades físicas. En su constitución colaboran principalmente dos categorías expresivas del ser: la connotación y la denotación. La primera opera abs­ trayendo de un singular sus rasgos más peculiares y configura con ellos una suerte de ente de razón al que la segunda, percatándose de que tales rasgos se encuentran verificados también en otros singulares, le confiere una extensión universal. El nombre propio se convierte en nombre común que connota una esencia y denota el número de individuos a la que ésta es

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