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LOS DESENSUEÑOS DE SAN FRANCISCO 297 dor no tuvo más remedio que acceder a las aspiraciones comunales de los vencedores. La política apaciguadora iniciada entonces por Barbarro- ja pudiera haber evitado el derramamiento de mucha sangre —la que haría derramar más tarde su hijo Enrique VI— , como consecuencia de aquellos movimientos comunales. Pero un suceso no esperado toda­ vía, aunque sí ya temido, vino a cambiar del todo el panorama. El año 1187, la noticia de que Jerusalén había caído en manos del sultán Saladino sembró el asombro y la consternación en toda la Cris­ tiandad. La más venerada de las reliquias cristianas, la Santa Cruz, se hallaba cautiva otra vez en las mazmorras de los infieles. Inmeditamen- te se pusieron en marcha los preparativos para una tercera Cruzada. Por desgracia, el mal endémico de Occidente, las luchas fratricidas, fueron retrasando su efectividad, a pesar de los esfuerzos y apremios de los Papas Gregorio VIII y Clemente III. Todos los príncipes cris­ tianos daban muy buenas palabras al Papa y prometían generosos auxi­ lios en personal y en recursos materiales y pecuniarios. Algunos prín­ cipes cumplieron relativamente pronto sus promesas y con sus hombres y material se pusieron en marcha hacia Tierra Santa. La mayoría fue dando largas. Por fin, Barbarroja en persona, a pesar de sus 65 años, se decide a tomar la Cruz y la recibe en Maguncia el 27 de marzo de 1188 de manos del cardenal Albano. Sin embargo, hasta primeros de mayo del año siguiente, después de muchos apremios papales, no se determinó a emprender su viaje de cruzado. Lo hizo desde Ratisbona, acompañado de su segundo hijo, Federico de Suabia. Después de muchas peripecias —las más de ellas desagradables—, el 10 de junio de 1190 llegaba a orillas del río Cidno y al pretender cruzarlo para llegar a la ciudad de Seleucia, sin que se haya podido averiguar cómo, cayó en sus aguas y se ahogó en ellas. Contra lo que asegura Julien Green {El hermano Francisco, Barcelona 1984, 30), su cadáver sí fue hallado y rescatado. Curiosamente fue luego sumergido en un recipiente de vinagre, creyendo, sin duda, que era un buen pro­ cedimiento para preservarlo de la corrupción. El experimento no dio resultado y, al notar que los restos mortales del emperador se descom­ ponían, fueron enterrados precipitadamente en la catedral de Antio- quía. La desaparición del máximo caudillo de esta crúzala constituyó un durísimo golpe para las esperanzas cristianas y sobre todo para el grueso del ejército cruzado, que no tardó en disolverse. Muerto Federico Barbarroja, su hijo Federico de Suabia prosiguió, como mejor pudo, la Cruzada, y, aunque obtuvo algunos éxitos, poco 3

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