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LOS DESENSUEÑOS DE SAN FRANCISCO 339 trasciende y al mismo tiempo lo ha sentido a su lado. Había aprendido que Dios está a miríadas de kilómetros sobre él, sin embargo, él lo ha sentido como inmanente a sí mismo. Ha empezado a sentirlo pegado a él, pero no de fuera, sino de dentro. Siente que Dios ha empezado a fascinarlo. Lo que no atisba es adonde lo llevará esa fascinación. Dios lo ha invadido. ¿Por qué?, ¿para qué? Es muy probable que en aquella situación angustiosa, llena de perplejidades, se acordara de unas frases de la Sagrada Escritura referidas a Dios, en las que se dice: «Mis pen­ samientos no son vuestros pensamientos, ni mis caminos son vuestros caminos» 90 y también que esos «caminos son irrastreables» 91. En sus inquietudes, en sus dudas, en sus angustias y en su desequilibrio no le quedaba otro refugio que el de la espera y el de la esperanza. Y esperó y confió. Empezó a fiarse de Dios. De esta manera terminaban los desensueños de Francisco, precur­ sores de su conversión. El despertar de sus ensueños, entre desasose­ gantes semioscuridades y despuntantes auroras, debió de parecerle bello, a él tan enamorado de la belleza, pero al mismo tiempo tuvo que re­ sultarle angustioso y lleno de zozobras. De momento sólo vislumbraba una solución —la que tantas veces después él recomendaría a sus frailes— «echar en las manos de Dios sus cuidados y esperar que El proveyera»92. Los desensueños le habían ayudado a despertar a las realidades de la vida y este último a las realidades de Dios. Le habían valido para hacerle ver lo efímero y desilusionante que es todo lo hu­ mano. Le habían ayudado a descubrir que sólo Dios es estable y que el hombre necesita apoyarse en El, si quiere mantener su equilibrio y conseguir la paz. Le habían valido también para lanzarlo, anheloso y confiado, a la búsqueda de la verdad, de lo transcendente, de Dios. La transformación obrada en Francisco por sus desensueños, ma­ nejados por la mano de la providencia divina, había sido honda, trans­ figurante, trastrocante; pero había un algo en él que no podía cambiar porque formaba parte integrante de su ser, de su psiquismo, de su al­ ma. Ese algo era su espíritu caballeresco. Y a este espíritu, a su sueño de ser caballero, no le llegó ningún desensueño. «Cambiará, como afir­ ma Celano, las armas carnales en espirituales, y recibirá, en vez de la gloria de ser caballero (a lo humano) una investidura divina»93. Pero 90. Is 55, 8. 91. Rom 11, 33. 92. Salmo 54, 23. 93. 2C 6.

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