PS_NyG_1988v035n003p0289_0340

338 ABILIO ENRIQUEZ CHILLON vil y a menospreciar todo aquello en que antes había tenido puesto su corazón; pero todavía no de una manera plena, pues aún no había lo­ grado librarse del todo de las vanidades mundanas» 87. No es extraño. E l mundo de los sentimientos es más persistente que el de las ideas. Nos cuesta mucho más desprendernos de aquéllos que de éstas. Por otra parte, a nadie, ni a Francisco tampoco, en un momento de crisis, podía bastarle con vaciarse de lo anterior — mucho menos cuando ese vaciado había sido tan imperfecto— . Había que em­ pezar a llenar ese vacío, y a lo nuevo, que sólo lo presentía, le faltaba aún. la fuerza suficiente para imponerse en su mundo interior. Sentía, sí, que sus seguridades anteriores de ensueños, de vanidades y de espe­ ranzas se le iban esfumando. Pero no surgían con bastante vigor las nuevas para devolverle el equilibrio. Había ya en él un contrarresto de fuerzas, pero no equilibrio. Y este desequilibrio interior lo desaso­ segaba. Lo más sintomático de su metánoya es para mí esta frase de Cela- no: «sin saber cómo es encaminado a la ciencia perfecta»83. Es decir, había cambiado su modo de pensar. Sin este cambio es imposible la verdadera metánoya. E l cambio más transcendental experimentado por Francisco aquella memorable noche fue el operado en sí mismo. Su yo dejó de ser lo mismo. Empezó a sentirse peregrino y extranjero en el mundo, pero más dolorosamente extranjero y peregrino de sí mismo. Ya no era el mismo hombre. Pero, entonces, ¿quién era y qué era? La falta de respuesta a esta doble pregunta lo dilacera interiodmente, lo escinde en dos, lo desequilibra. Si el mundo de sus pensamientos lo encuentra casi despoblado, el de sus sentimientos lo halla casi vacío. Alguno nuevo, como la «dulzura divina de que se vio invadido en aquella hora» 89, había empezado a llamar a su puerta, lo mismo que algunas nuevas ideas habían empezado a aposentarse en su mente. Pero la conversión, la metánoya total, no ha llegado o no ha traspasado to­ davía el umbral del alma de Francisco. En la noche de su despedida del mundanal ruido, Dios lo había vi­ sitado. ¡Que difícil creer en esa visita en tales circunstancias! Pero había sido él. Los efectos lo delataban. Pero, ¿de dónde le venía «aquello» y a dónde lo llevaría? Ha empezado a sentir que Dios lo 87. TC ibid. 88. 2C 7. 89. 2C ibid.

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz