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LOS DESENSUEÑOS DE SAN FRANCISCO 337 gión que abrazó, entre todas la más noble, la más rica y la más her­ mosa en su pobreza» 86. Francisco no pudo prever aquella noche, ni, por tanto proponérselo, que aquella cena y aquella ronda fueran las últimas de su juventud, algo así como su despedida de soltero. Fueron los hechos, los aconte­ cimientos inesperados de aquella noche, los que se encargaron de hacer que así fuese. Fue precisamente durante esta ronda cuando por quinta y definitiva vez el desensueño se le atravesó en el camino y, despertán­ dolo de sus nuevos sueños y desvarios, consiguió que su vida diera un giro de noventa grados, cambiando radcialmente de rumbo. Esta vez, el desensueño fue algo más que el fruto de una autorreflexión, fue na­ da menos que la visita de Dios a su mundo interior, y en un momento y en un escenario tan poco propicios, al parecer, para ella. Pero tales visitas son ellas las que eligen su lugar y su tiempo. La de aquella noche le hizo ver claramente a Francisco que el ca­ mino seguido por él hasta entonces no era el que la divina providencia le había deparado. En aquel momento no resultaba nada fácil, sin em­ bargo, discernir y acertar cuál fuera éste. No obstante, empezaba a en­ trever claramente que el nuevo camino sólo podía tener un rumbo y una meta: Dios. Y Francisco, caballerosa y definitivamente, dijo sí a Dios. En consecuencia, aquella vida que él, con contrita humildad, ca­ lificaría más adelante de «envuelta en pecados» había terminado para siempre. No volvería más a ella. Como Dante, pudo decir con toda ver­ dad en aquel momento decisivo: «Incipit vita nova». La visita del Se­ ñor le hizo entrever, además, que había para él un matrimonio a la vis­ ta, aunque muy distinto de los acostumbrados entre hombres y muje­ res. Y empezó a pensar en él. La metánoya espiritual de Francisco había empezado. Todo empe­ zaba a ser distinto o él empezaba a verlo así. Lo que hasta entonces le había atraído del mundo empezaba a causarle aversión. Sentía verda­ deros deseos de dejarlo, de alejarse de él. Veía con suficiente claridad que había que desechar lo que hasta entonces había amado y que había que amar lo que hasta entonces había desechado. Pero aún no se sentía con fuerzas suficientes, con arrestos de alma y voluntad, para ponerlo por obra. Lo viejo en él había sufrido una herida mortal durante la última ronda, pero seguía viviendo. En la hora cenital de aquella noche, como escriben los Tres Compañeros, «había empezado a verse como 86. TC ibid.

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