PS_NyG_1988v035n003p0289_0340

LOS DESENSUEÑOS DE SAN FRANCISCO 335 mucha experiencia que tenían de su liberalidad, sabiendo, sin duda, que se iba a cargar con los gastos de todos. Se hacen obedientes para llenar el estómago, toleran la sujeción para poder saciarse»83. Los «tripudiantes», para convencerlo con más facilidad, determina­ ron nombrarlo árbitro y señor de la Compañía para que designara, se­ gún era costumbre en ella, al que debería correr con los gastos. Nadie podía excusarse de cumplir su decisión. No sabemos por qué razones o motivos Francisco aceptó —sin escrúpulos ni excusas— la invitación de sus viejos amigos. Y, como de costumbre, se designó a sí mismo pa­ gador. Celano apostilla: «Entre sus reflexiones santas tiene en cuenta la cortesía» 84. Ellos le correspondieron entregándole, también una vez más, el cetro de mando de la juventud, como su rey. Pero «uno piensa el bayo y otro el que lo ensilla», dice un viejo refrán español. Y es que ellos no podían sospechar siquiera —acaso ni el mismo Francisco lo sospechaba— cuál iba a ser la dirección de la nueva ruta que le es­ peraba. Precisamente iba a ser en el transcurso de la fiesta donde el cam­ biado caballero empezaría a vislumbrar el nuevo sesgo que rumbaría desde entonces su espíritu caballeresco e incluso, su vida. Sumergido por última vez en ese oleaje adormeciente de la frivolidad juvenil, re­ memorando y re-viviendo tiempos ya idos, al terminar la cena, toda la panda organiza una ronda como las de antes, por las calles y plazas de la aún no bien dormida Asís. «Los amigos, cuentan los Tres Com­ pañeros, se formaron delante de él e iban cantando por las calles; y él, con su bastón en la mano como jefe, iba un poco detrás, sin cantar» 85. Extraño. La que iba a ser —sin él sospecharlo— su ronda postrera por las calles de su ciudad empezaba a tomar un cariz muy distinto al de tantas otras en que, bajo el brillo palpitante de las estrellas y en el misterio desextasiado de las sombras, su voz poderosa había roto los silencios de la noche, sobresaltando corazones y despertando fantasías. Ahora el ruiseñor de Asís no cantaba. Y era de noche. La que de­ biera haber sido su canción del cisne, no sonaba. Las ventanas, desin- tonizadas de aquella voz, no se abrían, ni anhelos reprimidos atisbaban a través de sus celosías. Las solas voces de sus colegas no precipitaban taquicardias. Faltaba la del solista mágico del coro ronderil. Faltaba el entusiasmo, desbordante de vitalidad y de alegría, que sólo el hijo de 83. 2C ibid. 84. 2C ibid. 85. TC 7.

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz