PS_NyG_1988v035n003p0289_0340

LOS DESENSUEÑOS DE SAN FRANCISCO 333 su inmundicia sobre la derrota del otro. Como los eterno-olisqueadores de miserias humanas no faltan nunca con sus colmillos bien afilados para hundirlos en ellas, no faltarían en Asís quienes dirigieran a Francisco preguntas maliciosas o le lanzaran, con falsa compasión, indirectas em­ ponzoñadas. Francisco había triunfado mucho y todo el que triunfa se gana enemigos y envidiosos. No faltarían ahora los alfilerazos viperinos de miradas y sonrisas burlonas, de ironías despiadadas y de chistecitos barriobajeros, urdidos por quienes, más insulsos que un puré sin sal, se creen la mar de graciosos. A toda esa chusma mezquina la encora­ jinaba y le agriaba la sangre el que Francisco después de su aparente­ mente humillante regreso, se mostrase tan alegre y jovial como cuando recorría las calles de Asís aclamado rey y flor de la juventud. Los cha­ tos de inteligencia no toleran que haya mentes bien narizadas. El hijo de Madonna Pica se dio cuenta enseguida de que aquella iba a ser la primera gran batalla en la que tendría que probar su valor de caballero de la nueva caballería a la que acababa de ser llamado. Así, con más valentía que Alejandro Magno, se apresuró a romper el «nudo gordiano» que le ataba a tantos ensueños, a tantas aspiraciones y a tantos ideales que ya no tendrían sitio en su vida. Ahora se sentía libre. Más libre que las aves del cielo, a las que muy pronto iba a dar el dulce nombre de «hermanas» con un cariño entrañable. Sin embargo, ni el contratiempo guillotinador de sus aspiraciones caballerescas, ni la gozosa libertad interior tan brillantemente conquis­ tada en duro combate consigo mismo, le harían desistir jamás de su espíritu caballeresco. En efecto, «Francisco, escribe Celano, cambia las armas carnales en espirituales y recibe, en vez de la gloria de ser ca­ ballero, una investidura divina. Y a los muchos que se sorprendían de la alegría desacostumbrada de Francisco, respondía él diciendo que aún llegaría a ser un gran príncipe»81. Y lo fue; pero no el de sus ensoña­ ciones, sino el que Dios había dispuesto que fuese. ¡Y qué príncipe! Ahora acababa de empezar la andadura hacia su alcance. No obstante, no pudo evitar que ante el fracaso, si lo miramos con ojos humanos, de esta su más acariciada aventura, el desensueño vol­ viera a aparecer — y con un papel importante— en el escenario de su vida. Lo acompañaba, en su vuelta a Asís, a la grupa de su caballo. A buen seguro que no debió de resultarle nada halagüeño a nuestro so­ ñador caballero el verse descabalgar de su brioso alazán, ¡y a los vein- 81. 2C 6 .

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz