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332 ABILIO ENRIQUEZ CHILLON tacharían de cobarde? Esta era la tacha más hiriente y vergonzosa que podía caer sobre un caballero. El recibimiento de su madre se lo figu raba y no le infundía temor. Pero el de su padre, que también se lo fi guraba... ¡Dios santo! ¿Es posible que Francisco no pensara en estas y otras muchas cosas en su viaje de regreso? Y no eran precisamente para ponerlo alegre e infundirle muchos ánimos. ¡Qué bien nos hubie ra venido una página de diario íntimo en la que el frustrado caballero hubiera dejado reflejados los sentimientos y cavilaciones que induda blemente tuvieron que pasar por su mente y por su corazón en aquel insospechado retorno. Otra cosa es que él fuera capaz de arrostrarlo todo, de demostrar su valor caballeresco hasta en una frustración e incluso a mostrar en su momento un talante jovial, como había sido su costumbre. De todo esto sí que se sentía capaz y demostró serlo cuando llegó el momento de hacerlo. Ahora de momento, había que ser leal al Señor —influjo feudal— y obedecer. «Había llegado la hora, como escribe Fortini, en la que el caballero, elegido para una empresa maravillosa, debía echarse adelante animosamente, sin medir el riesgo y el número de los ene migos» 79. El talante caballeresco de Francisco dio en esta ocasión una prue ba más de los elevados quilates que lo avalaban. Con un ánimo valien temente decidido y hasta de buen humor, supo hacer frente a todo y a todos. Había fracasado humanamente en su aventura y aceptaba el fracaso. Pero él, como los buenos capitanes, lo iba a convertir en un sorprendente triunfo. La historia nos ha hurtado de sus anales la suerte que corrió el es cudero de Francisco. Tal vez se ajustó con otro de los aspirantes a ca balleros que habían salido con su amo. O tal otra, volvió con él a su ciudad. En este segundo supuesto, si hubiera tenido el humor y dis puesto del caletre del más célebre escudero de quien se tiene memoria, y sentido el mismo cariño por su amo, hubiera podido decir a sus com patriotas lo que el buenazo de Sancho decía del suyo a su aldea, la vez postrera que volvió a ella con él: «Si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo, que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede» M. De todas formas esta victoria tuvo que costarle lo suyo. La envi dia se ceba con crueldad en la desgracia ajena y la mezquindad babea 79. A. Fortini, o . c ., t. I, 282. 80. Miguel de Cervantes, o . c ., parte II, cap. LXXII.
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