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LOS DESENSUEÑOS DE SAN FRANCISCO 331 se le habla caballerescamente. Y obedece. Obediencia heroica porque le exige renunciar a su más acariciado sueño, a su ideal más ilusionante, a su yo más yo en aquel momento. Pero era caballero y su respuesta tenía que ser también amable y cortés. Amabilidad y cortesía de con­ ducta, más difícil que las de las palabras. Y vuelve a Asís. No polvo­ riento y andrajoso, como «los vencidos a su hogar»; pero sí, me figu­ ro, cabizbajo, cavilante y silencioso. San Buenaventura escribe que «al despuntar el nuevo día, lleno de seguridad y gozo, vuelve apresuradamente a Asís y, convertido en mo­ delo de obediencia, espera que el Señor le descubra su voluntad» 78. El sabría porqué escribió esto. Quizás porque sólo reparó en su obe­ diencia. Pero olvidó su psicología. Para mí Francisco, visto con ojos humanos, tenía que volver interiormente destrozado y exteriormente deshecho. El polvo no lo llevaba ciertamente en sus pies ni en su ar­ madura, muy reluciente todavía, sino en su alma. Lo que aún quedaba de su ánimo, eso sí que volvía hecho polvo. De momento lo que se había producido en él era un desconcierto total en su vida. La melodía de sus sueños se había roto. Un desacorde extraño la había interrum­ pido. La sinfonía, que tan cuidadosamente había empezado a componer, iba a quedar definitivamente inacabada. Había que empezar otra. ¿Cuándo sonaría en sus oídos interiores la nota azul que despertara su inspiración y pusiera en movimiento sus cualidades anímicas? De momento, el mandato de aquella noche lo su­ mergía en una soledad poblada de paces desasosegadas y en una duda de esperanzas aplazadas. He ahí el nuevo inquilino de su espíritu: la duda. Es muy verdad el dicho latino que dice que el que 110 piensa no duda. Pero la duda es siempre lacerante. Petrarca expresó bellamente esta lacería de la duda en uno de sus sonetos: «Cosi in dubbio lasciai la vita mia», «así en la duda dejé la vida mía». Esa duda lacerará el alma de Francisco por largo tiempo. Su respuesta de aquella noche: «Señor, ¿qué queréis que haga?». Era un grito de esperanza, sí, pero de una esperanza envuelta en la duda y en la inquietud. Siente que ha equivocado el camino y que debe dejarlo. Pero no ve todavía el nuevo. Y hay que andar. ¡Volver a Asís! Y , ¿cómo lo recibirían sus compatriotas, que aca­ baban de verlo marchar con aires de vanidosa arrogancia? ¿Cuál sería la reacción de sus amigos, de sus admiradores, de sus aduladores? ¿Lo 78. LM ibid.

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