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LOS DESENSUEÑOS DE SAN FRANCISCO 329 luciones, empezó los preparativos para llevar a cabo sus ensueños y su sueño caballeresco. A los pocos días, provisto de un espléndido alazán, de un vestido centelleante de riqueza y colorido, de unos fastuosos arneses y de una deslumbrante armadura, tras haber contratado a un escudero 75, montó en su caballo y se puso en marcha hacia la Apulia, camino de Espoleto. Uno no puede evitar el que, en este trance, se le venga a la mente la primera salida del gran cuerdo-loco, don Quijote, trasoñando quime­ ras, imaginando aventuras y paladeando famas, tan donosamente con­ tadas por el más genial creador de caballeros, nuestro inmenso Cervan­ tes 76. Puede que la del ilusionado hijo de Bemardone fuese a la salida del alba y no antes, como la del ilustre manchego, cuando ésta (el al­ ba) empezaba a despertar luces y a encender rosas, provocando trinos y espejeando fuentes. En el alma de Francisco eran cien auroras a la vez las que iban rosándole ensueños y enflorándole anhelos. Y, no es improbable, que la voz privilegiada del joven asisiense fuera desgra­ nando alguna canción provenzal de cruzada o algún pasaje épico del Parsifal o del rey Artús. No nos consta cuál fuera la reacción de su madre frente a la deci­ sión tomada por su hijo. Sus biógrafos son tan sumamente parcos en cuestión de intimidades entre madre e hijo, que ni siquiera nos cuen­ tan que se despidiera de ella. Sabemos que tales intimidades existían y que eran, por supuesto, de lo más afectuoso, comprensivo y cordial que pueda darse entre dos seres unidos por Dios y por la naturaleza con esos dos lazos de nudo tan irrompible como son la maternidad y la filiación. Madonna Pica y Francisco eran dos almas gemelas, dos co­ razones latiendo al unísono, dos espíritus hechos el uno para el otro. A buen seguro que el hijo comentó larga y afectuosamente con la ma­ dre su decisión. Y, desde luego, que sí se despediría de ella. Es muy posible que ella viera con buenos ojos — ojos de madre y de ternura— y mejor corazón la empresa en que iba a embarcarse su hijo, con tanta ilusión y con tan halagüeñas esperanzas. Sí sabemos, en cambio, que aquella decisión produjo en su padre un extraordinario agrado y una satisfacción orgullosa. Y esto, por dos motivos: el primero, porque así su hijo no seguiría despilfarrando alo­ cadamente sus dineros; y el segundo, porque, al fin, iban a colmarse 75. AP 6. 76. Miguel de C ervantes , Don Quijote de la Mancha, 1.a parte, cap. II.

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