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LOS DESENSUEÑOS DE SAN FRANCISCO 323 — también lo vamos a comprobar— pero sí mellárselo notablemente. La alegría y el optimismo —dos constantes en su vida— quedaron sin arrestos para templar y levantar su espíritu caído. Lo prolongado y hastioso de su enfermedad le hicieron pensar en muchas cosas «en las que antes no había pensado», no todas para mantenerlo alegre y opti­ mista, precisamente. El sufrimiento, el dolor, la soledad amarga constituyen un crisol excelente para purificar, afinar y templar el espíritu. Este se hace más sutil, más sensible y más reflexivo en ese troquel. En él maduran y personalizan al hombre su inteligencia y su voluntad. La inteligencia ve más claro a través del sufrimiento y la voluntad se fortifica y ro­ bustece con él. Ni en arte, ni en poesía, ni en ciencia se llega a las cum­ bres, si antes no se ha recorrido el camino ascensional del sufrimiento. «Hasta ahora, decía Nietzsche, él ha creado todas las cumbres del géne­ ro humano» 60 ^ s # Pero «el dolor, escribe Niño Salvaneschi, es una se­ milla que da flores y frutos diversos en cada surco». Es que el camino del sufrimiento, en el descampado de lo humano y en el de lo sobre­ humano, frecuentemente se bifurca y lo mismo puede llevar a la resig­ nación más pura y elevada que a la desesperación más renegada y blasfema. Lo mismo puede acercar heroicamente a Dios que apartar de él infernal mente. Para Francisco el sufrimiento se convirtió en un auténtico hontanar de bienes para su alma. El sufría inevitablemente en su cuerpo, pero es casi seguro que sufría más en su espíritu. Mas «la congoja del espí­ ritu, escribió Unamuno, es la puerta de la verdad sustancial». La en­ fermedad había puesto la llave de esa puerta en las manos de Francis­ co. Empezó a darse cuenta de algo muy importante: que «el sufrimien­ to y el fracaso constituyen la intervención de Dios para que el hombre no se instale en una condición que no es la bienaventuranza a la que está llamado» (C. Tresmontant). Un polvo sucio, diríamos con R. Ta- gore, se había acumulado en su alma bajo el toldo del bienestar y de las satisfacciones gozadas en su juventud y sólo podía limpiárselo la restregadura fuerte del sufrimiento. Los bienes que éste aportó al alma de Francisco no le vinieron jun­ tos ni de repente. Le fueron borbollando con intermitencias y paulati­ namente. Pero el manar empezó para él en el transcurso de su enfer­ medad. El sorbo más saludable del sufrir, que es la alegría, tardará aún en llegarle, pero le llegará y entonces podrá decir — y de hecho lo di- 60bis. F. N ietzsche , Más allá del bien y del mal, Madrid 1984, 148.

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