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LOS DESENSUEÑOS DE SAN FRANCISCO 3 2 1 marchaba por el bosque cantando en lengua francesa alabanzas al Se ñor» 55. Solamente que en esta ocasión su alegre canto no fue devuelto en eco por la montaña ni respondido en melodía de ruiseñores, sino por los estacazos de unos desalmados bandoleros y en unos desapacibles revolcones entre la fría nieve. Estacazos y revolcones que no fueron suficientes a apagar sus cantos, pues «al desaparecer los ladrones —es cribe San Buenaventura— salió de la hoya y, lleno de un intenso gozo, se puso a cantar con voz más vibrante todavía las alabanzas al Creador de todos los seres» 56. Al ventalle reanimador de su euforia en los primeros días después de su retorno a Asís, con arrestos juveniles renacidos, Francisco volvió a banquetear con amigos y compañeros, a alborotar con los sonoros ecos de su voz maravillosa los silencios nocturnos de las calles asisienses y a danzar —la danza en la Edad Media era elemento indispensable de toda diversión— y jaranear con la turba bulliciosa de los «tripudian tes». Sobre todo volvió a frecuentar las «cortes de amor» para impro visar tensones o serventesios o para animarlas con canciones amorosas. Parecía que la sangre hubiera vuelto a hervirle en las venas y los en sueños juveniles a calentar su fantasía. Pero todo resultó ser una ilu sión pasajera, una estrella fugaz atravesando rauda el cielo azul de sus doradas esperanzas. En efecto. La enfermedad contraída en la cárcel se abrió paso en su cuerpo con demoledora virulencia. Los síntomas empezaron a tomar un cariz alarmante. Una fiebre alta y persistente y una tos seca y lato samente retornante, más una anemia de acusada grevedad lo obligaron a un reposo absoluto y lo tuvieron cosido al lecho prolongados meses. Sentía que las fuerzas físicas, nunca sobrantes a su naturaleza, lo iban abandonando inmisericordes. Que algo iba agotándole las escasas re servas con que podía contar después de un año de poca y mala alimen tación y de no haber podido respirar aire puro. ¿Tuberculosis? Tal vez. Más de uno de sus biógrafos modernos lo asegura. Otros, cuando me nos, lo sospechan 57. El piadoso Celano y el místico San Buenaventura no dudan en atri buir esta enfermedad a un envío de la mano de Dios para curarlo de sus vanidades y extravíos. El primero, como un predicador flagelante de su auditorio, escribe: «Cuando por su fogosa juventud hervía aún 55. 1C 16. 56. LM II, 5. 57. Así Omer E n g le b e r t , o . c ., 68 y Julien G r een , o . c ., 62. Otros opinan que pudieron ser cuartanas.
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