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Nada nos impide suponer que para consumir provechosamente sus ocios carcelarios, inexcusables y prolongados, como para endulzar las amarguras acerbas de su soledad, su buena memoria le haría recordar confortadoramente las hazañas gloriosas y las gestas heroicas de los caballeros legendarios como el rey Arturo y sus paladines, Carlomagno y sus caballeros de la Mesa Redonda, Roldán, y entre los recientes R i­ cardo Corazón de León. Pero sobre todos — su madre era entusiasta de él— el valiente Parsifal, el adolescente de pureza angélica y verda­ dero caballero sin tacha. Era su ídolo. E l también, como el mancebo bretón, abrigadaba el sueño dorado de partir un día a la demanda de su «Grial». Me creo autorizado igualmente a suponer que en aquel su prolon­ gado y obligatorio retiro carcelario, para curar melancolías propias y extrañas, relajar nervios y ahuyentar desagradables recuerdos, acudiría al talismán del que tanto y tan buen uso había hecho hasta entonces y haría luego toda su vida. Me estoy refiriendo al canto. «La música, escribe S. Zweig, penetra siempre con más fuerza en los hombres sacu­ didos por la pasión, debilitados y sometidos a tensiones violentas o des­ garrados en lo más íntimo de su ser» 48. Me figuro la cantidad de veces que su excelente voz haría resonar alegremente las oscuridades frías de la cárcel. Y me figuro el eco saludable con que a ella responderían los ánimos abatidos de sus compañeros. El cielo, entre otras cualidades bellas, lo había agraciado con una voz privilegiada. Según Celano era «potente, dulce, clara y bien tim­ brada» 49. Precisamente uno de sus atractivos físicos más electrizantes era esa su voz y su buen modo de cantar. Toda Asís la conocía y la ad­ miraba. En los corazones femeninos causaba verdaderos sobresaltos las noches de ronda o en el callejeo bullicioso de los «tripudiantes» 50 bajo la mirada complacida de las estrellas. En las «cortes de amor» o en los torneos trovadorescos de la «gaya ciencia», lucía siempre y triunfaba fácilmente por sus felices repentizaciones tanto poéticas como musi­ cales. Para éstas solía acompañarse de algún instrumento músico de cuerda. 48. Esta cita y las que luego seguirán de Tresmontant, Tagore y Chres- terton, garantizo su autenticidad, pero no puedo dar otros datos, pues en mi fichero figuran sólo como pensamientos. 49. 1C 83 y 86. 50. Los «tripudiantes» eran una asociación de jóvenes asisienses para or­ ganizar sus juergas y diversiones. Ver A. F o r tin i, o . c ., t. II, 113-129. «Tripu- dium» era una danza sagrada. De ahí «tripudiare», danzar ritualmente o re­ ligiosamente. LOS DESENSUEÑOS DE SAN FRANCISCO > 1 9

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