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LOS DESENSUEÑOS DE SAN FRANCISCO 315 dición recae sobre alguno concretamente»42. Si así hubiera sido, ha­ bría que decir que la recompensa al traidor no había sido espléndida que digamos. Puede que también ellos, los perusinos, como Segismun­ do, se dijeran «que el traidor no es menester / siendo la traición pa­ sada». Y el mejor modo de prevenirse de otra contra ellos era encerrar bien custodiado al autor de la primera. Así paga el diablo a los suyos. De estas repetidas andanzas belicosas de Francisco, un autor mo­ derno deduce esta conclusión, no desprovista de ciertos visos de lógica humana: que el temperamento del Poverello no era por naturaleza tan pacifista, a lo menos en esta época de su juventud, como aparecerá más tarde, a raíz de su conversión. De todos modos, es innegable que Francisco derrochó en la cárcel talante y virtudes caballerescas, procurando con ellos mantener alto y tenso su espíritu y el buen ánimo de sus compañeros. El buen humor, los chascarrillos, los rasgos de ingenio y las salidas jocosas para des­ pertar la hilaridad de los demás, suelen ser excelente píldoras para en­ dulzar penas y aliviar sufrimientos. Francisco, buen psicólogo por na­ turaleza, dio pruebas de saberlas dosificar, si bien no siempre — caso antes comentado— a gusto de sus consumidores. Todos sus biógrafos, antiguos y modernos 43 destacan como rasgo ejemplarmente caballeresco y cristiano el de su comportamiento con el infortunado colega de prisión aludido por Chesterton. Era uno de esos seres humanos de mala catadura anímica: inconformista, penden­ ciero, egoísta introvertido, compañero insoportable y enemigo de to­ dos sus concautivos. Se había ganado a pulso el reembolso de sus com­ pañeros: ser malquisto y esquivado de todos ellos. De todos, menos de Francisco, que, a fuerza de caridad cristiana y aguante caballeroso, logró reducirlo a sensatez y a reconciliarse con sus concautivos. A la amargura de la derrota, que continuamente minaba su ánimo y corroía su orgullo — ellos, caballeros, habían sido vencidos, humilla­ dos, escarnecidos y reducidos a la calidad de prisioneros— , se sumaban las circunstancias externas que minaban sus cuerpos. Lo insalubre del calabozo, la falta luz y de aire puro, el frío del invierno y la mala y exigua alimentación hicieron presa en la salud de varios de los reclu­ sos y en especial en la de Francisco. Sus bronquios y pulmones se re­ sintieron de modo alarmante. «Fue entonces — escribe Julien Green— cuando una organización caritativa que se ocupaba de los presos en- 42. G. K. C hesterton , San Francisco de Asís, Barcelona 1952, 56-57. 43. 2C I, 4; TC II, 4. Modernos, casi sin excepción.

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