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LOS DESENSUEÑOS DE SAN FRANCISCO 313 torno a la carroza monumental donde se había instalado el altar en el que habría de celebrarse la misa en el campo de batalla. A una orden del cónsul Tancredo de Hugo, el ejército empezó a ponerse en movi miento. Abría marcha el pendón azul y gualda de la comuna. Lo se guían los gremios y cofradías de la ciudad con sus respectivas insignias. A continuación, una heterogénea infantería de plebeyos y mercenarios. El centro iba ocupado por los arqueros, batallón especial. Y a retaguar dia, como cuerpo principal y protector, los caballeros. Entre éstos, re bosante de euforia y arrogancia caballeresca, Francisco erguido en su caballo alazán, calado el casco viseril, empuñando con la derecha larga lanza y con la izquierda el escudo, y la espada reluciente colgada de la montura. El pueblo entero despedía clamorosamente a su ejército. Allí esta rían también Pedro Bernardone y Madonna Pica. A buen seguro que los sentimientos y presentimientos no eran idénticos en ambos espo sos. Pero ninguno de los dos llegaba a sospechar siquiera la alucinante realidad que comprobarían al caer las heladas sombras de la noche so bre el espanto congelado de la desgraciada Asís. Y menos aún que ellos lo llegaba a sospechar su hijo. Ambos ejércitos, asisiense y perusiano, trabaron combate dos horas más tarde en la llanura de Collestrada, a mitad de distancia aproxima damente de sus respectivas capitales, muy cerca del Ponte San Giovan ni. La batalla fue dura, encarnizada, sangrienta; hasta macabra38. Tras furiosas acometidas y resistencias heroicas sin eficacia feliz para él, el ejército de Asís fue batido y derrotado por el de Perusa en todas sus líneas. En vista del desastre, los que pudieron emprendieron una huida desesperada, no sin dejar de ser perseguidos sañudamente y diezmados cruelmente por sus enemigos mientras lo hizo posible la luz del día. E l campo quedó cubierto de cadáveres de uno y otro bando. E l estrago fue extremadamente enorme entre los peatones y los arqueros asisien- ses, ya que en estos cuerpos combatían muchos de los que se habían ensañado despiadadamente contra los nobles y sus posesiones en la «guerra de los castillos». Ahora los nobles y señores, combatientes al 38. A. Fortini cita L’Eulistea, de Bonifacio de Verona, y en ella pueden leerse estas frases: «El campo de batalla está cubierto de cadáveres... en ninguna parte se ve ni pie ni mano ni cabeza unida al tronco. En lugar de los ojos, anchas cavidades... La sangre fluye a torrentes, tanto que el Tescio sale de madre... ¡Oh! asisienses, ¡qué día de desgracia, qué hora fatal! Esta fue la más aniquiladora derrota que los perusianos infligieron a sus enemigos», t. I, 140. 4
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