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LOS DESENSUEÑOS DE SAN FRANCISCO 303 hasta las matanzas —cosas tan comunes entonces como siempre en ca sos parecidos— contra los aristócratas feudales, más o menos supuestos aliados del destronado señor de la Roca y del imperio. Con exageración o sin ella se les atribuia toda clase de atropellos e injusticias: asalto de caravanas al paso por sus señoríos, o prohibición injustificada de tránsito por ellos, detracción de mercancías, maltrato a los transeún tes, cobro abusivo de peajes y de tallas excesivas. Se les acusaba de entorpecer, con pechos y gabelas de todo tipo, el libre desarrollo del comercio de los ciudadanos. No hay que olvidar que los comerciantes fueron los promotores y fautores de todas las revoluciones comunales. Ni tampoco que lo fueron única y exclusivamente en favor de sus inte reses e incremento de sus lucros. El desengaño de Francisco a vista de todo esto tuvo que ser enorme. En él, ciertamente, no había sido ese el móvil de su colaboración entusiasta, aunque posible y aun probablemente sí lo fuera el de su pa dre. Por eso, su desensueño —como con feliz vocablo lo hubiera lla mado nuestro Unamuno— , el primero, acaso, de su vida, le iba a re sultar dolorosamente amargo. Muy pronto empezó a darse cuenta de que en realidad el pueblo no había sido liberado de sus servidumbres ni mejorado lo más mínimo de su precaria situación20. Lo único que había ocurrido era que había cambiado de amo. Al fin, como le ha pa sado casi siempre —y puede que sobre el casi— en todos los movimien tos o revoluciones políticas o sociales en las que, a lo largo y ancho de la historia, lo han ido embarcando los aprovechados y desaprensivos. Asís, en efecto, se había visto libre de la tiranía del señor de la Roca, pero muy pronto se iba a ver oprimida por la arbitrariedad des pótica de otros «señores». Mala suele ser la tiranía de uno sólo, pero es más insoportable, por más opresiva y de más amplio espectro, la de varios y peor la de muchos. Fueron los comerciantes los que se convir tieron en los nuevos amos de la cosa pública, y la ciudad del Subasio pasó de la tiranía del señorío a la del dinero. Tiranía no menos opre sora e injusta que la anterior. Como consecuencia de la nueva situación la división y el distanciamiento entre «maiores» y «minores» se reavi varon con mayor virulencia. Lo ensoñado por Francisco se le había dolorosamente desensoñado. La tan anhelada y ya casi acariciada libertad de los «minores» se había desvanecido. La tan soñada y vehementemente apetecida «fraternitas» 20. Paul Sabatier, o . c ., 30.
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