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LOS DESENSUEÑOS DE SAN FRANCISCO 301 Pero ahora hizo algo más: logró atraer a su bando —otros dicen que lo obligó— al viejo león de la Roca, Conrado de Urslingen. Gana­ do u obligado, la actitud de éste no dejaba de ser una traición a su antiguo valedor. Inocencio III, además, uno de los genios del papado, entre los muchos que han llevado sobre sus sientes la Tiara pontificia, y dotado, por si era poco, de un extraordinario talento político, empezó a apoyar moralmente, aunque con prudente cautela, a las ciudades ita­ lianas que luchaban por sacudirse el yugo imperial. Claro que este apo­ yo no se dirigía tanto a favorecer a esas ciudades cuanto a atraerlas al lado de la Iglesia en su lucha, ya ancestral, contra el imperio. Incluso sobre algunas de ellas abrigaba el designio, no disimulado, de someter­ las al señorío pontificio. Tal era el caso con respecto a Asís, no muy devota precisamente del papado, si bien es cierto que no era tanto por desafecto al Papa cuanto por su odio implacable contra Perusa, una de las ciudades ita­ lianas más adictas al Pontífice de Roma. Cuando Inocencio III se dio cuenta de que podía contar con Conrado, lo llamó a Narni para que, en nombre propio y en el de su ciudad, le prestara el juramento de fi­ delidad y vasallaje en mano de sus legados cardenales Octaviano de Osti y Gerardo de San Adriano. Antes había nombrado ya un rector ponti­ ficio para la región umbra. En la ceremonia debería, además, entregar las llaves de la Roca como garantía de su fidelidad. El lugarteniente del imperio se avino resignadamente a los deseos del Papa y se dirigió con una buena parte de su guarnición adonde éste lo había convocado 18. Asís creyó llegada su hora. En el círculo del Zodíaco el sol había hecho ya su entrada en Aries. La campiña umbra traqueaba primavera ,con hojas nuevas y chorros de aromas, regalo de flores recién abiertas y espléndidamente vestidas por el Padre Dios. Las aves, entre canto y vuelo, se afanaban en la construcción de esa pequeña maravilla arqui­ tectónica de sus nidos. Pero la primavera, no sólo encendía colores y sahumaba aromas, sino que también enardecía la sangre de los habitan­ tes de la ciudad subasiana. La marcha de Conrado a Narni se corrió como reguero de pólvora por la población y sirvió de consigna para emprender la lucha: mañana, todos contra la Roca. Así se hizo. Apenas amaneció, las campanas de todas las torres, como movidas por un solo resorte, empezaron a voltear llamadas de rebato. Los asi- sianos capaces de manejar un arma o un pico se encaminaron con ellos 18. F lic h e - M a rtín , o . c ., t. X , 46.

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