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LOS DESENSUEÑOS DE SAN FRANCISCO 299 su garra. Tanta calamidad fue seguida de un hambre terrorífica que causó una gran mortandad. Sin las dotes de mando y de gobierno de su padre, su hijo lo superaba en mucho en despotismo inhumano e irracional14. En los territorios por donde iba pasando dejaba estraté gicamente instalados representantes imperiales con orden expresa de no permitir impunemente la más leve rebeldía contra su autoridad. Así lo hizo con Conrado de Urslingen, duque de Espoleto y conde de Asís, quien repartía sus estancias entre los numerosos castillos de su duca do y condado, si bien instaló su «cuartel general» en Asís, ocupando su Roca Alta. Es justo confesar que bajo el cetro de hierro de Enrique VI las co marcas italianas sometidas al imperio, que lo eran prácticamente todas, menos los Estados Pontificios, gozaron de una paz relativa y de una prosperidad notable en todos los órdenes. Pero a su muerte, el poderío imperial, más temido que respetado, y desde luego odiado visceralmen te por la mayoría del pueblo italiano, empezó a tambalearse hasta en los más apartados rincones del país. Muchas de sus ciudades comen zaron a independizarse de la sumisión imperial, organizando sus muni cipios comunales y apoderándose de las fortalezas ocupadas por los lu gartenientes del imperio. A comienzos de 1199 — fin de siglo— , no transcurridos todavía dos años de la muerte de Enrique V I, estalla en las Marcas, donde el representante imperial Marcovaldo de Anweiler, marqués de Ancona y duque de Rávena, excomulgado había huido hacia el sur, y en el du cado de Espoleto, predio del senescal del imperio Conrado de Urslin gen, la guerra llamada de los castillos. El de Sassorosso, el de Agura- monte, la Torre de San Sabino, el de Pietro di Lapo, el de Marescotto, los del Valle del Trave, de Segaia, de las Rocas, los de Foro de Agua Helada y otros muchos, van sucumbiendo uno tras otro a los asaltos 14. He aquí algunas muestras: «En Palermo el joven Guillermo, hijo de Tancredo, que otrora había sublevado Sicilia, al terminar el Credo de la misa, tuvo que llevar la corona de los dos reinos y ponerla a los pies de Enri que VI. Al día siguiente de Navidad, a aquel muchacho de ocho años le sa caron los ojos y lo castraron. A Tancredo y a Roger de Sicilia, muertos ya, sus cadáveres fueron extraídos de las tumbas y decapitados en la plaza pú blica. Al conde Giordana, que había ofrecido resistencia en Apulia, lo hicieron sentar en una silla de hierro calentado al rojo, le encasquetaron a martillazo limpio una corona de metal incandescente y sobre la cabeza del ajusticiado se había elevado otra corona, esta vez de humo» (Julien G reen, El hermano Francisco, Barcelona 1984, 31).
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