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1 6 0 VICENTE MUÑIZ RODRIGUEZ el derecho y la religión. Cuando al contacto con otros pueblos y gentes descubrieron otros usos y costumbres, otros derechos y religiones tam bién con carácter inviolable y eternamente fijo, empezaron a reflexionar sobre la validez de los mismos. ¿Qué nomoi eran los verdaderos y ge- nuinos y cuáles eran espúreos? Como criterio, para discernir esta vali dez, los griegos adoptaron la razón, el logos. Este mismo criterio se vieron obligados a aplicar también al problema de los nombres y de las formas del lenguaje. ¿Por qué son válidos los nombres? ¿Son váli dos por el uso y la costumbre o por naturaleza? Heráclito de Efeso, al final ya de la tradición sacerdotal, utilizó la doctrina según la cual la lengua reflejaba en sus categorías las relacio nes esenciales de las cosas, para defender su visión del mundo como un continuo fluir, semejante al de los ríos. Los griegos llamaron etymos —«verdadero», «real»— la relación de los nombres con sus voces ra dicales que, a su vez, nos daban la esencia de las cosas nombradas. Los nombres de la mayoría de las cosas se derivarían entonces para Herá clito de palabras que significaban «fluir» (rhein), «ir» (iénai) u otra especie de movimiento. De aquí que la estructura interna de los seres estuviera sujeta siempre a cambios. La concepción de la lengua, pues, revelaba la esencia del mundo. Platón, en su Cratilo, llamó a esta cuestión la de «la propiedad de los nombres» e intentó buscar la razón en virtud de la cual una palabra está unida a la cosa hasta el punto de significarla y representarla. Tal unión, ¿es por simple onomatopeya, por libre convención o «por na turaleza» como quería Heráclito? La crítica que a éste hace Platón, no exenta de fina ironía, deja sin resolver el problema. No obstante, toda la filosofía platónica se basa en la unidad entrañable entre nombre, idea y realidad de modo que, en ocasiones, resulta difícil determinar los lí mites del ámbito lógico, metafísico o gramatical. La idea de que en el lenguaje queda reflejado el mundo subyace en toda la concepción que sobre éste elabora. Así, por ejemplo, en el Libro X de la República, 596, afirma: «¿No es cierto que a las cosas que tienen el mismo nombre les solemos asignar una única idea o forma?». Platón, al formular esta ob servación, destaca el rasgo profundo del lenguaje mediante el cual un determinado nombre se puede aplicar exactamente con el mismo sen tido a un conjunto de objetos diferentes en cuanto individuos. Esto, lógicamente, no sería posible si no existiera alguna entidad que corres pondiera al nombre, de la cual participaran en el ser los individuos. El mundo «sobreceleste» platónico es fruto de la visión en la que nom-
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