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324 J. R. LARRABE sino primera conversión y segunda y continua. Como la creación con tinuada (¿a qué quedaríamos reducidos, a la nada, dejados de la mano de D ios?), así la conversión cristiana es continua y continuada, gra dual y progresiva hasta la liberación final y definitiva, que será huma na, plenamente humana y liberada: en alma y cuerpo. Este en forma distinta que la actual, frágil y pecadora. Entonces, radiante y gloriosa. No una conversión instantánea: diez años de coloquios con Mónica, su madre; lectura de la Biblia con Ambrosio, maestro y amigo, ade más de obispo; tampoco aquí cabe preguntar, aunque nos sentimos tentados, qué hubiera sido sin Ambrosio y sin Mónica; y sin sus ami gos, que los tuvo y buenos: era sensible a sus amigos y a su pérdida. La sensibilidad y la amistad son lugares teológicos de conversión, sacra mento de encuentro con Dios. Mucho debió san Agustín a sus amigos: quizás el prefijo y adjetivo de «San», que no fue sólo una gracia verti cal, sino colateral, en su caso más que en otros, por ejemplo que en san Pablo. Vino a Milán Mónica, viuda, a buscar a su hijo; y lo encontró enfermo y poco menos que muerto (espiritualmente). Pero iba a misa y de ahí le vino la conversión, es decir, la salvación. En cuanto a ami gos, san Agustín pensaba en la vida común, compartiéndolo todo, con los bienes en común (bienes de toda índole). Le sirvieron de mucho los sermones, bien preparados, de san Ambrosio: siempre la Palabra de Dios tiene fuerza, no la suya sino la de Dios. Escuchándola y escu chándole, san Agustín se curaba de muchas enfermedades; ya sabe mos cuáles: lo dice él, él las dice y confiesa abiertamente en sus libros. El fruto de la conversión Antes amaba la filosofía por la filosofía; pero el nombre de Cristo no estaba allí, estaba ausente; por eso no le llenaba, no se llenaba, quedaba vacío; era ciencia pero no sabiduría de lo bello, de lo pulcro, belleza del cuerpo (cuán distinto ahora) y del alma, la belleza espiri tual: amando la paz con orden, así como no hay paz sin justicia; en cambio en la virtud hay coherencia y unidad; pero ojo, vicio y error están muy cerca del hombre, incluso virtuoso. Dios garantiza el éxito sólo al humilde y contrito, no al que se las sabe todas y se cree fuerte y sin pecado. ¡Allá él! Tendrá una vida de perversión, como la que tuvo él en Roma adonde llegó sin saberlo su madre. Llegó incluso a autojustificarse diciendo para sí: no soy yo el que peca, sino algo (alguien) distinto de mí, dentro de mí; pero pronto
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