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EL CRISTIANO AL SERVICIO DE LA UNIDAD 277 perder de vista que la paz que persigue con su esfuerzo temporal en favor de los hombres nunca se hará realidad contra la fundamental so­ lidaridad de la humanidad con la vida que Dios puso en sus manos, conforme al mandamiento primero: «Creced y multiplicaos, y llenad la tierra...» (Gn 1, 28). b) La integridad del hombre, además, se halla hoy amenazada en el área de las relaciones sociales del hombre con sus semejantes que le es más próxima: la vinculación recíproca de los sexos, mediante la cual el varón y la mujer realizan aquella comunión de amor que en «una sola carne» (Gn 2, 24) mantiene al hombre en su unidad primera. Cuan­ do Jesús remitió al origen divino del matrimonio a quienes le tendían una trampa a propósito de la naturaleza de la unión del hombre y la mujer, Jesús quiso poner de relieve no sólo el proyecto divino del amor conyugal, sino asimismo su lesión y violación histórica por parte de los hombres, por la «dureza de su cabeza» (Mt 19, 8). Al hacerlo así, Je ­ sús no sólo ofrecía a sus oyentes la verdadera naturaleza del amor hu­ mano, sino que también daba razón con ello de un recurso bíblico de tanta significación teológica como el que representa la constante ape­ lación de la Bibla a la imagen de las nupcias. La ruptura entre el hom­ bre y la mujer es síntoma y expresión dolorosa de la ruptura de la alian­ za entre Dios y el hombre. La paz social pasa inevitablemente por la defensa de la estabilidad del matrimonio y la familia. Defensa que in­ cluye la indisolubilidad del vínculo matrimonial como principio teoló­ gico determinante de la naturaleza del matrimonio cristiano. Así lo pi­ de la restauración del orden primero de la creación del hombre a se­ mejanza de Dios, elevada por designio de gracia a significar el amor divino a la humanidad, el amor de Cristo a la Iglesia (Ef 5, 21-32). En este sentido, el que los laicos se comprometan (con el deber in­ cluso de hacerlo así en algunas circunstancias históricas) con un orde­ namiento jurídico de la sociedad que dé cabida a una regulación de la vida conyugal y familiar no coincidente con el ideal cristiano del amor humano, puede ciertamente contribuir a la paz social en general, si por tal se entiende una convivencia consensuada —inevitable y obligada en las modernas sociedades pluralistas— de los grupos que articula el ordenamiento jurídico aludido. Más aún, así parece deducirse, como consecuencia lógica, del derecho a la libertad de conciencia, cuyo res-

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