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274 ADOLFO GONZALEZ MONTES II. L a p a z , c o n t e n i d o d e l a u n id a d y o b j e t i v o d e l a p r á c t i c a MISIONERA DEL LAICADO Resulta imposible una reflexión cristiana sobre la unidad sin refe­ rencia a la paz, presupuesto y contenido de la misma. No atenderemos aquí a la vinculación de estos dos conceptos histórico-salvíficos en am­ bos Testamentos. Digamos que la paz, relación armónica del hombre con la naturaleza y con su prójimo, se vio perturbada desde el ori­ gen 12. Con la quiebra dramática para la existencia del hombre del don divino del paraíso, la unidad, fruto de la paz, se convirtió en anhelo nostálgico y visión escatologica de una consumación imposible para el hombre, pero posible para Dios como don de salvación y agraciamien- to. Para la Biblia la paz, el shalom de Yahwéh se convirtió en el con­ tenido de las promesas, tal y como el don escatologico es contemplado por el profeta (Is 11; 52, 7), capaz de restituir al hombre a su unidad primera: a su armonía con la naturaleza y con su prójimo, expresión y consecuencia de su armonía con Dios, quebrada por el pecado del pa­ raíso (Gn 3). 1. Aludamos con brevedad a los diversos planos en los que la pérdida de la paz ha hecho quimérica la unidad en la vida humana, a) San Pablo habla de la aspiración gimiente de la naturaleza, creatura divina, por incorporarse a la redención de los hijos, a la filiación, co­ mo apremio del cosmos por alcanzar la consumación que aguarda a la historia humana, de la cual depende su suerte (Rom 8, 19). La uni­ dad como integridad de la existencia humana incluye una relación de señorío sobre la creación que de ningún modo revierta en amenaza para el hombre. El Apóstol añade a la mención de esta gimiente y dificultosa nostalgia de la creación, la razón de tanto obstáculo al curso y cumplimiento de la aspiración cósmica: el sometimiento a la vanidad (Rom 8, 20); es decir, la caída del pecado que amenaza con la ani- 12. Una perturbación que no podemos entender como inevitable, sino contraída en libertad e históricamente vinculada a la actuación del hombre sobre la tierra, sin que ello represente interpretar de forma mitológica la irrupción del pecado en el mundo. Lo que descartamos con la fe cristiana es una interpretación del pecado original como mitologización del desajuste ontològico entre esencia y existencia en el hombre, desajuste inevitable por la ineludible condición histórica de la realización contingente del hombre, como piensa P. Tillich en su Teología sistemática (t. II, Barcelona 1972, 47- 50).

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