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26 ENRIQUE RIVERA para elevarnos según su gran misericordia, para recrear su imagen en nosotros. El amor-agape se muestra a pleno día cuando Dios nos llena de sus dones según su liberalidad y benevolencia. Pero, ¿cómo practicamos nosotros, los humanos, este amor? En este momento es necesario dis­ tinguir entre el amor-agape, dirigido hacia Dios y hacia nuestro pró­ jimo. Respecto de Dios parece que no podemos practicar el amor-agape, ya que es constitutivamente amor-donación y a Dios no le podemos dar nada que le falte. Advirtamos, con todo, que si a Dios no podemos darle nada que le falte, sí le podemos alabar y cantar por lo que tiene. En honor de Dios podemos entonar el trisagio angélico que ya oyó el profeta Isaías y que se prolongará en el eterno domingo escatoló- gico. Pensamos que aquí se halla la escondida raíz teológico-metafísica de la liturgia cósmica41. Como pensador cristiano no puedo en este momento dejar de evocar a María de Nazaret. Cuando su prima la ensalza entre las mujeres, María, sorprendida de que ya se sepa el gran misterio que Dios ha obrado en ella, se vuelve a El y entona el canto del Magnificat. María canta la grandeza de la misericordia divina para con la humanidad. Es lo único que podía hacer ante la dádiva del Pa­ dre Eterno. Y en verdad, que lo hizo de una manera ejemplar, modélica. El problema es algo más complicado cuando se dirige nuestro amor- agape, hacia el prójimo. Pero de solución muy sencilla. Puesto que todos los humanos somos indigentes, y en sumo grado, el amor-agape, vuelto hacia el prójimo, debe tender a ser plenitud de donación en cuanto nos sea posible, a semejanza de nuestro Padre celestial según nos lo pide Jesús: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Y si el Padre celestial hace lucir su sol sobre los justos y sobre los que le blasfeman, nosotros lo debemos amar hasta perdonar al propio enemigo. Fue este amor totalmente ignorado por la sabiduría clásica. Causa en verdad fastidio y hasta enojo tener que leer en Aristóteles, a quien tantas veces hemos elogiado, que es in­ digno de un amo perdonar la ofensa de su esclavo, pues se envilecería 41. La «liturgia cósmica», tan grandiosamente hecha teología en el Cor­ pus Dionysicacum ha sido sentida con mayor hondura por la Iglesia Orien­ tal que por la Occidental. Afortunadamente, se está ya corrigiendo este la­ mentable silencio con aportaciones de alta teología. Especialmente debe­ mos citar la grandiosa obra de H. U. von B althasar , Herrlichkeit. En tra­ ducción francesa puede leerse: Liíurgie cosmique. Máxime le Confesseur, trad, de l’allemand, Paris 1947.

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