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LAS FORMAS FUNDAMENTALES DEL AMOR 25 del alma mística no es efecto de un eros meramente natural, sino de un eros que se halla totalmente impregnado y sublimado por la gracia. Este erotismo, impregnado por la gracia, ha hallado su expresión in­ superable en el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz. En un intento por penetrar en la raíz de nuestra discrepancia con A. Nygren he llegado a la conclusión, ya formulada por otros, de que todo gira en torno al pesimismo protestante que ve a la naturaleza humana tan corrompida por el pecado que ya tan sólo es capaz de aceptar el don de Dios o de rehusarlo. Pero este pesimismo, que quiso apoyarse en ciertas expresiones no muy medidas de San Agustín, no puede justificarse en una recta visión de los problemas de naturaleza y gracia. En oposición a este pesimismo Santo Tomás había procla­ mado un sano naturalismo, que ve en la naturaleza el sustrato sobre el que actúa la gracia. «Gratia praesupponit naturam», escribe Santo Tomás 40. En nuestra ascensión a Dios partimos, pues, de la naturaleza en lo que ésta tiene de más elevado en nosotros: el espíritu. Este espíritu siente inextinguibles aspiraciones hacia la Verdad, la Bondad y la Belleza, impulsado en estas aspiraciones por un eros natural. Pero, ¿por qué estas aspiraciones no pueden impregnarse de la gracia de Dios para lograr, unidas naturaleza y gracia, la unión plena con El? Pienso que esta perspectiva metafísica nos da los puntos de refe­ rencia para interpretar rectamente el amor-eros : en busca siempre de algo sustantivo que le falta suscita enérgicas aspiraciones para lograr alcanzarlo. Ahora bien; frente a este indigente amor-eros, el amor - agape se nos describe por doquier en la letra y en el espíritu del Nuevo Testamento como un amor de donación, que proviene de un ser en plenitud. Este amor-donación se caracteriza por estas dos notas: ser un amor inmotivado y ser un amor creador. Esto lo ha visto bien A. Ny­ gren y con él acordamos cuando recuerda el texto de Apóstol: «Acre­ dita Dios su amor en que, siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom 5, 8). El mismo Apóstol describe el plan amoroso del Padre, que decidió enviarnos a su Hijo para salvarnos, «no por obras hechas en justicia que nosotros hubiéramos practicado, sino según su misericordia» (Tit 3, 5). El amor, pues, del Padre hacia nosotros es un amor-agape, manifiestamente inmerecido. A su vez es un amor crea­ dor. No nos envió a su Hijo para dejarnos en nuestra miseria sino 40. S. Tomás, Summa Theologica, M I, 99, 2 ad 1.

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