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22 ENRIQUE RIVERA de su eterno mensaje humanístico. De los diez libros de la Etica de Aristóteles, dos de ellos están dedicados a la amistad. Las sentencias de Cicerón en su De Amicitia son imborrables. Apoyado en esta fecun­ da tradición he intentado dar plenitud al problema desde la fenome­ nología de hoy. Reconociendo lo que tantas veces se dice que los amigos buscan hacerse bien, y tener convivencia, por mi parte he lle­ gado a la conclusión de que la nota primaria de la amistad se halla en la mutua confianza. Apelo a vuestra conciencia. Todos tenemos en ella unos secretos que celosamente custodiamos. Ha sido uno de los mayores crímenes de este siglo haber agredido a la conciencia en su santuario. Y sin embargo, con el amigo nos desahogamos y se los contamos todo. Digo mal; todc no, porque siempre queda un rincon- cito en nuestra intimidad que sólo es para nosotros. Pero es ley de nuestra conciencia que tanto es mayor nuestra amistad cuanto es mayor la confianza que depositamos en el amigo. Para llegar a esta confianza es necesario llenar unos requisitos pre­ vios. El primero de todos, según Aristóteles, es la bondad. Sólo entre los buenos puede darse una amistad verdadera, sin trampa alguna. Es que la amistad sólo brota cuando se merece. Y se merece cuando el amigo aparece ante la conciencia como bueno. Amamos, pues, al amigo porque le creemos bueno y, por lo mismo, acreedor a nuestra con­ fianza. Otro requisito imprescindible es la convivencia más o menos larga, imposible de precisar en cada caso. Vio bien esto Aristóteles cuando no sin gracia, rara en él, requiere para la amistad haber comido los amigos un saquito de sal juntos. Claro está que esta consumición no se hace en dos días. Anudados los amigos por la amistad, viene como consecuencia el deseo de hacerse bien y beneficiarse mutuamente. Esto es lo que aparece más al exterior entre amigos. Insisto, con todo, en que la nota primaria de la amistad, la que pudiéramos llamar su esen­ cia eidética, es la confianza mutua por la que los amigos viene a ser lo que expresó Horacio en frase insuperable: «Animae dimidium meae». El amigo es la mitad de mi alma 34. Como pensador cristiano evoco la emotiva escena en la que Jesús al despedirse de sus discípulos les dice: «Ya no os llamo siervos, por­ que el siervo ignora las cosas de su amo; yo os llamo amigos porque 34. La sentencia de Horacio en Carminum Liber I, III, verso 8. P. Laín E ntralgo , Sobre la amistad, Madrid, Revista de Occidente 1972, ha escrito iluminadas páginas sobre el tema, pero no se atiene a un enmarque pre­ ciso de las formas fundamentales del amor.

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