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20 ENRIQUE RIVERA el niño sonríe por primera vez. Laín Entralgo afirma que esto tiene lugar en torno a la cuarta semana. Hay fiesta porque el niño ha dejado de ser un pedazo de carne humana desprendido del seno de una mu­ jer, para iniciar su vida de relación que podrá ser la de un genio o la de un santo. Este niño, a lo largo de su vida, se va a encontrar con cuatro for­ mas fundamentales del amor. De la primera de estas formas estába­ mos ya hablando al evocar las relaciones del niño con su madre. El pueblo llama este amor la voz de la sangre. Más filosóficamente diría­ mos que es el amor que nos liga a las raíces de nuestra existencia. Tal es el amor paternal, maternal, filial, fraterno, amor de familia. Sucede, con todo, que con este amor la filosofía ha estado raquí­ tica. Platón, que tantos diálogos escribió, y algunos sobre el amor, casi no alude a este primario y fundamental. Los dos libros dedicados a los problemas domésticos, sean o no de Aristóteles, tan sólo se inte­ resan por el modo de administrar la casa. Pero nada se dice de lo que constituye la esencia del hogar, que en su misma etimología habla del fuego que lo mantiene vivo. Inútil anotar que este fuego es el amor. Hasta nos causa cierta irritación que Ortega cuando, después de decir­ nos que el universo quedaría pavorosamente mutilado si de él se eli­ minasen esas maravillosas potencias espirituales que son la esposa, la madre, la hija, la hermana, añade que ellas son inferiores y secundarias con lo que es la mujer en cuanto mujer30. Reconozcamos que en esta ocasión los filósofos han estado poco atentos a este tema. Hegel llega a decir que con buenos sentimientos se hace mala filosofía. Pero suce­ de que es esta eterna filosofía del amor hogareño la primera que todos hemos aprendido y practicado. Los griegos tienen una palabra que, si no de modo exclusivo, sí de manera prevalente aplican a este amor. Es el vocablo storgé. San Pablo nos da un refrendo de la significación de este vocablo, pues lo utiliza dos veces, trocado en adjetivo negativo: « a-storgoi», en no­ minativo plural; « a-storgous», en acusativo plural31. Las traducciones a mano vierten este vocablo por «desamorados». Versión recta, pero que no recoge plenamente el reproche que San Pablo dirige a la genti­ lidad a la que acusa con el adjetivo mentado de no tener el amor de 30. J. O rtega y G a sset , Estudios sobre el amor. Epílogo al libro «De Francesca a Beatrice», Madrid, El Arquero 1966, 20. 31. Rom 1, 31; 2 Tim 2, 18.

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