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cuyo ataúd es, por cierto, de un modelo singular que los sevillanos distinguen sin esfuerzo. Y «la casa acostumbrada». Que para el Carmen es, si bien empres­ tada, alquilada benévolamente, la misma del Corpus, en el alto barrio del Salvador. La cual casa, a su vez, responde, como el ritual, a un patrón, que de tan sencillo llega a característico, el de las casas de cofradía sepulvedanas. El desventurado pintor segoviano de la primera mitad de nuestro siglo, Lope Tablada de Diego, el de la obra dispersa e inestudiada, desposado con el temario de la villa de Sepúlveda, la de la extraña topografía que según Enrique Lafuente Ferrari hizo cuajarse definitiva­ mente la inspiración y el estilo de Ignacio Zuloaga, pintó su interior, en 1953. Una nave alargada y baja, con una puerta que da a la calle, y otras dos nosotros sabemos que a la cueva natural, de peña, que es su fondo. En lo alto, un vasar y una repisa con panes. Y tanto ado­ sadas a las paredes como en el medio, todo a lo largo y de una pieza aparente, sendas mesas con sus bancos paralelos y fijos, muy estrechas unas y otros. Sobre aquéllas, cestas también de panes y anchos vasos de vino con las correspondientes jarras. Las jarras son de barro, pero los vasos nosotros sabemos que son de plata y del setecientos. Y todo el conjunto cobijado por una hornacina peraltada excavada en el muro que abriga una pintura desvaída de la hostia y el cáliz. En el suelo manchones de vino, seguramente derramado de los pellejos que acaban de traerse para la fiesta. ¿O es el cantueso procesional? Y la pintura se nos vuelve insensiblemente teatro, en el sentido más noble del vocablo, por supuesto, el que llega hasta la dimensión divinal. Porque la marea de rumores que brotando de las mesas hace toda una atmósfera, cuando se trasiega el vino y se parten el pan y el queso, es, desde luego, muy variopinta. Y a pesar de ello quienes la alimentan son conscientes de estar continuando la misma continuidad de sus antecesores en esta solidariadd confraternal de la sangre, la tierra y, a la manera de cada uno, convengamos en ello, pero dentro de una unidad esencial, concedámoslo también, la fe. Hasta que se hace el silencio a la admonición de la campana de que ya dijimos y una voz densa va desgranando padrenuestros también con una monotonía enlu- lillu. 1903-^1974 (Segovia, 1983). El féretro que será aludido acaba de ser des­ crito en la novela de A ntonio B urgos , Las lágrimas de San Pedro (Sevilla, 1984), pp. 262 y 266. 410 ANTONIO LINAGE CONDE

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