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286 JESU S LUZARRAGA una necesidad absoluta. Lo primero que hace Dios, por ejemplo, con el profeta Isaías, al tomarle de la mano para conferirle su misión, es apartarle de sus pecados y de los pecados de su pueblo (Is 8, 11 cf. 6, 5 ss.); la purificación del pecado es previa a la misión y es necesaria para su posibilidad, para la apertura al que llama y a quien se ha de responder sin egoísmos. Esto mismo se observa en Habakuk, de quien sólo conocemos su nombre y esto únicamente por la inscripción de su obra; de ella podemos deducir que se trata de una persona angustiada por el problema del mal (Hab 1, 3. 13) e incapaz de comprender cómo el Dios Santo lo puede soportar (Hab 1, 12); y de aquí nace todo su impulso a la vocación profética. También Joel es un profeta cuya llamada fundamental es una invitación a salir del pecado (Jl 2, 12 ss.) y en esta misma línea de llamada inicial a la conversión se moverán en su predicación Juan Bautista (Me 1, 4) y Jesús (Me 1, 15 Mt 4, 17; 18, 3 Jn 3, 3). Al comienzo de la era cristiana Pedro en sus discursos pentecostales insiste en la conversión como en el primer ele­ mento y fundamental para responder a la llamada cristiana (He 2, 28. 40; 5, 21). La necesidad de una conversión, apropiada a la respuesta vocacio- nal, la indica el Señor cuando afirma: «No podéis servir a dos seño­ res» (Mt 6, 24). Y el mismo Jesús comenta su llamada a Leví, a quien saca de la mesa de los impuestos, con una expresión que describe su propia tarea apostólica en términos de llamada a la conversión: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores a la conversión» (Le 5, 32). La primera experiencia de otro apóstol, Pedro, ante Jesús fue la de establecer unas distancias reverenciales, porque se sentía pecador ante El; pero Jesús le animará con la promesa de convertirle en pes­ cador de hombres (Le 5, 8. 10). Esta sensación de pecado, formulada por Pedro, está ya indicando en su misma expresión verbal la nota de interpersonalidad, típica de la verdadera dimensión del pecado; y este sentido del pecado, como fallo en las relaciones interpersonales del hombre con Dios, es lo que con frecuencia determina desde el más hondo sentimiento de culpa religiosa la apertura a la llamada, ya que ésta se mueve siempre también en una línea interpersonal; no es el mero quebrantamiento de unas reglas lo que posibilita el verdadero sentido de pecado, aunque ello pueda producir un sentimiento narcisista de culpa psicológica, pues no es el ideal propio o el acoplamiento a unos idea­ les sociales lo que determina la llamada, sino una entrada personal de Dios en la vida del hombre. Y esta entrada no va dirigida simplemente

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